AGUAS(RE)FUERTES
› Por Karina Micheletto
Ocurrió en Shanghai, casi a 20.000 kilómetros. Apenas llegamos a China, nos quedó claro que las distancias culturales que encontraríamos eran mucho mayores que los mismos kilómetros. Junto a un grupo de argentinos y uruguayos que trabajan en la Exposición Universal que se hace en China por estos días, ya nos había quedado claro que esas distancias eran también una cuestión de olor. Al grito de ¡basta de chetada para turistas! nos internamos en un callejón de la ciudad, y luego en algo que podría traducirse como un bodegón chino, bajo la experta guía de nuestro amigo Loo-Cu (así le decíamos porque tocaba un tamborcito tradicional que se llamaba más o menos así, y como era uno de los pocos que hablaba inglés, y por lo tanto hablaba para nosotros, se convirtió muy pronto en nuestro amigo del alma).
Aquella vez nos dejamos llevar por Loo-Cu, por el hambre y por el cambio favorable, y así entraron a llegar los platos, al ritmo del centro giratorio de la mesa circular que organizaba la comilona. Esta garra de pollo que nada en un caldo por acá, aquel cangrejote en milanesa por allá, aquello que mejor no preguntar por ahí, todo iba siendo cazado al tiro con palitos, bajado con generosas dosis de matoai, a base de sorgo fermentado. Hasta que llegó el manjar final, presentado por Loo (para entonces éramos hermanos) como la delicia local, el súmmum entre las 1200 clases de tofu de las que se enorgullecen los chinos. Nos pareció que era algo de cuidado cuando Loo lo tradujo como “stinky tofu”, y efectivamente era así: apenas el mozo trajo la fuente de “tofu pestilente” el lugar se infestó de una terrible baranda a perro muerto, a jugo de camión de basura, a pescado olvidado en verano, a todo eso junto y revuelto, pero peor. Y para Loo, quedaba claro por cómo le daba a los palitos, aquello era una delicia.
Le estaba contando eso, dos días después y en una combi rumbo a las afueras de la ciudad, a otra nueva amiga china, Felisa, tal el nombre occidental que había elegido para sí la traductora que proverbialmente llegó a nuestras vidas. A ella también le parecía que el stinky tofu tenía un olor “exquisito”, según su textual apreciación. La conversación se estaba poniendo buena, y el final del viaje próximo, así que decidí jugar las cartas de la honestidad brutal. “Felisa, te confieso algo, para nosotros ustedes los chinos tienen olor. Yo acá en el subte siento como un olor a... Cómo te puedo explicar, a ajo. A ese col que comen ustedes.” Ya estaba apelando a los atenuantes de la corrección política (ojo, es por la comida, son otras costumbres), cuando Felisa me interrumpió. “Ah sí, claro, ustedes también huelen para nosotros”, dijo con total naturalidad. “Tienen un olor como a lobo. Como a zorro. Un olor salvaje”, comenzó a explicar, por aproximaciones. El pasaje masculino latino, que a esta altura de la conversación ya había parado la oreja, y comenzaba a ratonear una propaganda oriental triple X de Axe, se alborotó. Supe que debía seguir indagando. “Felisa, explicame bien.” “Es un olor a zoológico –se sinceró–. Tienen olor al pis de la zona de los rinocerontes.” Su conclusión llegó en medio del silencio del pasaje. “Ya ven: nosotros somos vegetales; ustedes, animales.” El viaje siguió en silencio. La pucha con la cultura.
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