POSTALES DE COLECTIVOS, COLECTIVEROS Y PASAJEROS
Al menos un día de nuestras vidas se pierde cada 24 días arriba de los colectivos. Un cronista del NO pagó boleto al inframundo de los servicios de transporte y se bajó para contarlo. Un viaje a un micro-espacio donde todo puede pasar.
› Por Facundo García
Si alguien viaja en bondi una hora diaria, cada veinticuatro días habrá perdido un día arriba de los colectivos. ¿Perdido? A lo mejor es tiempo de ir a tomar la línea que venga, hacia donde sea, y ver si es tan así. El kit necesario es fácil de reunir: sándwiches de milanesa, termo, mate, abrigo y (opcional) un sábado de invierno. Ahí viene parando un 59. Hay ruido de frenos, y es un solo gesto el sacar boleto y acomodarse. A los tres minutos una voz avisa que la expedición empezó con mal orto. “Che, mirá que acá termino”, grita el chofer. Apaga el motor y manotea la campera para bajar al control. Para colmo, llueve y los adoquines se llenan de charcos. No queda otra que guardarse la cara de aventura y tomar el próximo coche que salga del playón. Y entonces sí, lo que sigue es el famoso “cualquiera me deja bien” trasladado al periodismo, en una sucesión tipo números de Lost: 152, 39, 95, 247...
“Salí de la oficina a las seis, por la zona del Congreso. Paré el bondi, subí, y detrás mío subió un señor. Una voz gritó desde la calle: ‘¡Chofer, no arranque, ese viejo tiene el pito al aire! ¡¡Tiene el pito al aireee!!’. El chabón al volante miró por el espejo –hinchado las pelotas– y arrancó. El viejo se puso ‘de coté’, con el pito que tambaleaba al lado de los asientos individuales. Los pasajeros hacíamos lo posible por alejarnos, lo que no resulta tarea sencilla en ese horario y en ese colectivo. El se sentó y quedó pensativo, con su ‘coso’ danzante, mirando por la ventana.” (De una charla con María Eugenia Ghio, estudiante.)
De acuerdo con un informe de la Universidad Tecnológica Nacional, hay en el país 36.064 vehículos que se usan para el servicio regular de transporte de pasajeros. Sólo en la Capital y alrededores existen unas ciento treinta y cinco líneas. Un universo que incluye escenas tragicómicas como la de los chicos de las granjas para recuperarse de las drogas que pasan vendiendo pepas –¡pepas!–, o las conversaciones casuales que derivan en confidencia, levante o trompada.
Llegando a Polvorines, Walter Rodríguez –el conductor más joven de la 341– advierte que lo mejor para introducirse en la movida es no quedarse con una sola opinión. Walter es morocho, no muy alto. Lassie atado a una correa, comiendo Quacker y empastillado con tranquilizantes no podría ganarle en un torneo de bondad. Pero los que se dedican a este laburo se van curtiendo a fuerza de disgustos y hemorroides. El síntoma inicial es que se vuelven virtuosos de la ironía –”piba, si te gusta tanto tocar el timbre, llevateló”–; pero en el peor de los casos los invade una amargura que hace pagar a justos por pecadores. De hecho, casi todos los mortales han sufrido la experiencia de que el colectivo no les pare. O –más típico todavía– se han indignado ante el fenómeno de que no vengan bondis durante media hora y después caigan tres seguidos.
–¿Y eso es por venganza o por capricho?
–No te voy a mentir: hay algunos que cuando no les gusta un pasajero siguen de largo. Y si vienen dos o tres juntos, tenés que imaginarte una pista de autos. Si hay un obstáculo, llega el primer coche y frena. Al rato lo alcanzan el segundo y el tercero. Cuando se libera el tránsito, salen los tres. Lo mismo nos pasa a nosotros. Los colectivos van pegados porque en algún lugar se paralizó el tráfico y “se acumularon”.
“Me tocó cursar el CBC en Ciudad Universitaria. Un mediodía crucé corriendo la explanada para alcanzar el 37. Subí y le dije al chofer que por favor me bancara un segundo, que tenía que buscar monedas y volvía. Me dijo ‘si, no hay problema’. En cuanto di el paso afuera, sentí que el garca cerraba la puerta. Igual el rojo del semáforo me permitió buscar el cambio, por lo que en menos de diez segundos le hice señas para que me abriera. Para mi asombro, él se limitó a sonreír y no movió un dedo. Me recontracalenté. Puse los pies en el bordecito que queda cuando la puerta está cerrada, cacé la baranda y el colectivo arrancó. Yo con una mano me sostenía y con la otra cargaba las fotocopias. Hacía rato que mis apuntes habían volado cuando llegamos a la Costanera, siempre conmigo colgando y la puerta cerrada. Miré los carritos, el río, los autos que me arengaban a los bocinazos. El bondi aceleró a 80 km, y para colmo vi que venía un patrullero de la Federal. Nadie saltó a defenderme.” (De una charla con ‘el negro’ Santiago López Rodríguez, alumno de la Facultad de Sociales de la UBA.)
Según la Comisión Nacional de Regulación del Transporte, el promedio de asientos que tienen los colectivos en Buenos Aires y el Area Metropolitana es de 27,5. Cifra que –multiplicada por la cantidad de coches y sumando a los usuarios que viajan parados– suma más de un millón y medio de pasajeros. En ese océano de cuerpos circulando, el vínculo con los que “no encajan” suele ser tenso. Como prueba basta considerar que todavía hay que sortear dos o tres escalones grandes para subir a algunos ómnibus. Y quienes no se adaptan a esas medidas están en el horno, dado que sólo recientemente –las “unidades” tienen una antigüedad promedio de 7,13 años– han empezado a implementarse carrocerías con piso bajo y espacios para personas con movilidad restringida.
Entre apuros y frenadas, conservar una imagen digna a lo largo del trayecto se vuelve un arte. Que vayan a preguntarle, si no, a los que “sufren” una erección a dos cuadras de bajarse. En caso de ir vestido con la mortífera combinación bóxer + pantalón de jogging, el afectado ve crecer en su entrepierna una carpa canadiense para seis personas, sin que haya mucho que hacer salvo ponerse la mochila por adelante. Y es que por más autocontrol que haya, siempre va a haber imponderables. La catarata de anécdotas que llena los foros de la Red refuerza esa teoría: “Me pasó tomándome el 130 para ir a bailar –pone un tal Elracinguista en Elforro.com–. Al colocar las monedas me voy fijando dónde sentarme, y de repente veo un grupo de cinco chicas que me miran y no dejan de mirarme. Obviamente me hago el lindo. De repente viene un flaco y me dice: ‘¡Pibe, tenés una cucaracha en la espalda!’. Todo el colectivo mirando. No sé de dónde pudo salir, que papelón =P”.
En el 95 hay medio centenar de personas hacinadas. La gente va a los bailes, y los teléfonos superponen un cachengue de parlantitos al mango. Hay camisetas de fútbol y polleras, fernet en botellas de plástico y el olor potente de los perfumes. En el centro de Avellaneda pinta bajarse y cambiar de nave, mientras el sábado agarra velocidad crucero con más lluvia, viento y frío.
“Ir remando” es andar despacio, y “el pavo” el último bondi. A las tres y media de la madrugada, el pavo de la 247 rema y rema por Villa Domínico. Ahora el silencio es rey. Afuera se ha cortado la corriente y por las calles de tierra no anda un alma. Adentro, la luz genera una hermandad misteriosa entre los tres que quedan sin bajar. A siete cuadras del puente de Claypole el conductor se alarma al ver que todavía le queda un petiso por allá atrás. “Es que corren historias –se sincerará luego, cuando el cronista lo tranquilice explicando qué carajo estaba haciendo ahí–. Aquella del pasajero o la pasajera que se baja y se mete al cementerio. O lo que comentan algunos, que han visto un colectivo igual al propio que les viene de frente y cuando se aproximan desaparece.” Armando –así se llama– termina el recorrido en la estación de Solano, que está casi desierta. A medida que avance el reloj resurgirán el cana, la chica que va al trabajo y el vendedor que le pone garra a la presentación de su pelapapas chino. Unos y otros sacarán boleto para dejarse masticar, otra vez, por las mandíbulas de la metrópoli. Uno veinte, por favor.
* El NO agradece los aportes de busarg.com.ar, el Club Famosos de Buenos Aires y el Museo del Colectivo, ómnibus y trolebús para esta nota.
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