Pato trabaja en una panadería. Bah, quizá no se llame Pato, pero que trabaja en una panadería, seguro. Es una panadería de barrio, donde recibe cinco de cada siete amaneceres junto a otras dos empleadas: dos señoras gordas, de pelo canoso y verdoso. Dos sesentonas, quizá de la edad de Moris, el autor de Pato trabaja en una carnicería, aquella canción que muchos conocimos de boca de Andrés Calamaro. Esta presunta Pato es quizá cuarenta años menor que sus compañeras de mostrador, pero tiene el mismo kilaje (ah, tener panificados siempre a mano es un camino de ida). Y parece llevar el nü metal en la piel, pues tiene en la cara una cuadrilla triangular de piercings y, bajo el delantal a cuadritos que en el local funciona como uniforme, deja ver un ceñido pantalón de cuero negro.

Hay mucha gente. Mientras espero mi turno, me pregunto si la supuesta Pato –como la inmensa mayoría de las empleadas rockeras de las panaderías de barrio– será lectora del NO. Me pregunto si cuando sale de trabajar escuchará Sacate la mierda, de Carajo. Me pregunto si en algún lugar, escondido bajo incontables centímetros cuadrados de cuero negro y de delantal a cuadritos, se esconderán enormes, verdes e intrincados tatuajes metaleros. Pero cuando me llega el turno y la hora de la verdad, callo esas dudas y, pragmático, sólo le pregunto si en la heladera, fuera de la vista de los clientes, hay fatay. “Sí, a ver... Ay, no, me quedan cuatro, pero no”, me dice. Y, como notando que falta alguna otra explicación, me dice: “Están reservados”. ¿Quién reserva un stock de empanaditas árabes triangulares a las 8.25 de la mañana? ¿Qué es, una concesionaria de autos o una panadería? Mientras me indigno en silencio, elijo elegir medialunas, y, resignado, vuelve a mi cabeza Pato trabaja en una carnicería, cuyo verso “cuando tenés, te hacés el burro” resulta uno de los mejores homenajes del rock argentino al deleznable hábito de ser canuto.