En su arena coinciden los personajes más estrafalarios de California y la crema del reviente de la Costa Oeste. La ciudad donde nacieron los Doors huele fuerte a aros de cebolla y a siliconas asadas debajo del bronceador: Venice Beach, un infierno donde los prejuicios se derriten a 33 grados.
› Por Jose Totah
Algo así como el bar de La Guerra de las Galaxias, el paraíso de los hombres-monstruo sobre la Tierra, un desfile de freaks frente al Pacífico, en las doradas costas de California: Venice Beach es el basurero humano de Los Angeles. En esas arenas coinciden, todas las tardes, los personajes más bizarros de la ciudad, la crema del reviente de la Costa Oeste. Y cada fin de semana se arma una batucada infernal que dirige un indio apache.
Es domingo en Los Angeles y el termómetro toca los 33 grados. En el Starbucks de Venice Beach, sobre Washington Boulevard, se forma una cola de personas que quieren usar el baño y salvar el pellejo debajo del aire acondicionado. La fila parece el casting de una película clase Z: primero está un gigante de dos metros y pico con una peluca de la época en que Michael Jackson tenía un melón de rulos; lo sigue un rapero sacado de una película de Spike Lee; una deliciosa criatura perfumada, muy californiana, mensajeando vía un Blackberry de platino que cuelga entre sus globos de silicona; y, cerrando el elenco, una mujer con un enorme culo de leopardo y un bebé con una gorrita que dice “American Soldier”. Corrección: el bar de La Guerra de las Galaxias es un jardín de infantes al lado de esto.
Son días agridulces para los norteamericanos. El presidente Barack Obama viene de anunciar que las tropas de su país se retirarán de Irak, para seguir haciendo de las suyas en Afganistán. En el Ocean Front Walk –el paseo costero de Venice Beach– aparece, de tanto en tanto, un soldado en uniforme, que recibe palmaditas ocasionales y alguna felicitación poco sincera (“Well done, man” / “Bien ahí, vieja”). No los tratan como héroes. Ya no les importa Irak. En verdad, nadie trata ni mira a nadie en Venice Beach. Podría uno caminar desnudo con un caniche azul en la cabeza y pasaría completamente desapercibido. Todos los parámetros de “normalidad”, todos los prejuicios, se derriten en este infierno de 33 grados a la sombra.
Volvamos casi medio siglo en el tiempo, hasta 1965. Ese año, un joven desgarbado de nombre James Douglas Morrison estaba recién graduado de la Universidad de California, en Los Angeles, donde había estudiado cine y, aunque se recibió, nunca fue a buscar el título. Sin horizontes que lo entusiasmaran, se unió a la escena hippy de Venice Beach. Después de vagabundear un tiempo, se instaló en la azotea de un edificio y en las casas de las chicas que conquistaba recitándoles poesías de Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire. Entregado de lleno a las drogas psicodélicas, Jim Morrison era un alien más en Venice Beach. Pasaba sus días en la playa fumando, viajando con LSD y escribiendo poemas. Y así cayó el tecladista Ray Manzarek, quien había sido su compañero de clases en la universidad. Jim se lo encontró caminando al borde del mar y le cantó los primeros versos de Moonlight Drive. Al escucharlos, Manzarek quedó hipnotizado. Juntos, echados sobre la arena tibia, decidieron formar una banda de rock para “ganar un millón de dólares”. Y así fue que empezaron los Doors.
Venice fue creada en 1905 como parque de diversiones por un millonario del tabaco llamado Abbot Kinney, que la bautizó “la Venecia de América”. El magnate hizo cavar varias millas de canales que drenaran los pantanos de su barrio residencial. Kinney se ilusionó con crear un glamoroso resort playero: levantó un muelle de 1200 pies (unos 366 metros) de largo y construyó una calle decorada con toques de arquitectura italiana. Pero el destino no le depararía glamour a Venice. Al menos no “esa” clase de glamour. En los ‘50, Los Angeles le dio la espalda a esta zona y la apodó despectivamente slum by the sea (“tugurio junto al mar”). Las criaturas de ese pantano empezaron a gestarse en silencio hasta que, después de la Segunda Guerra Mundial, el barrio se pobló de inmigrantes europeos, refugiados del Holocausto, escritores y artistas.
Venice fue un lugar importante en la década del ‘60, ya que albergó el estallido de la generación beat. Aquí se establecieron los poetas beatniks Lawrence Lipton y Stuart Perkoff, y los jóvenes escribas comenzaron a reunirse en sitios como el Gas House o el Venice West Cafe. Las redadas policiales eran cosa de todos los días en el Cheetah Club, el boliche que vio pasar a las mejores bandas de la época, entre ellas a los Doors. Mientras en la playa florecía el hippismo, los alrededores de Venice se configuraron como zonas puramente afroamericanas, como Oakwood, adonde los negros habían llegado en los ‘30 y ‘40 a trabajar en los yacimientos petrolíferos.
En los ‘80 y ‘90, este barrio, también conocido como Oakwood Pentagon, o “el pueblo fantasma”, fue sacudido por la violencia de tres pandillas de temer: la Venice Shoreline Crips, los latinos de Venice 13 y la ya extinguida The Venice White Boys (que desapareció en 2000). Actualmente estas pandillas, que supieron atemorizar al balneario cuando caía el sol, están en una tregua que pende de un hilo. Hasta hoy, Oakwood es uno de los sitios en donde no se recomienda parar si uno está de paso por Los Angeles.
Además de ser conocida por sus canales y sus personajes, Venice Beach es tierra de surfers, jugadores de voley, de padel, fisicoculturistas y skaters, que se aglutinan en Muscle Beach, en donde se filmaron varias escenas del film White Man Can’t Jump (el de Woody Harrelson y Wesley Snipes). Muscle Beach es uno de esos lugares en los que se confirma que el ser humano terminó peor de lo que se pensaba. Este gigantesco gimnasio al aire libre, en donde el vaho a hamburguesa y a burritos se mezcla con el aceite corporal y el olor a transpiración, es una de las mayores atracciones de Venice. Pero resulta extraño el contraste entre los supuestos “cuerpos perfectos” de estos muchachos anabolizados y el descalabre alimentario de los puestitos de comida que los rodean, en los que se podría juntar gran parte del colesterol del planeta. De gimnasios como éstos surgieron figuras como Arnold Schwarzenegger, actual gobernador de California, que pasaba hasta ocho horas diarias en el Gold’s Gym, sobre la Hampton Avenue, antes de dedicarse a liquidar gente en las películas.
Desde los años ‘30, Muscle Beach, cuya ubicación original era en Santa Mónica, vio pasar a glorias como Kirk Douglas, Clark Gable y Jane Mansfield. En estos días, quienes se acerquen a las jaulas de ejercicio serán testigos de concursos del estilo “El hombre más fuerte del mundo”, “Súper Míster Universo”, “El hombre de acero” y otras competencias afines. Y verán, seguramente, a estos personajes en cuero, con la piel gastada por el sol, las venas por explotar y la cabeza, también, un poco quemada.
Muchos famosos tienen sus residencias de verano en estas playas. Actores como Julia Roberts, Kate Beckinsale y Anjelica Houston suelen dar la cara de tanto en tanto. Pese a que podrían quedarse encerrados en sus mansiones de Beverly Hills, encuentran cierto encanto en respirar el aire a sana y oxidada contracultura de Venice. También el actor Robert Downey Jr. tuvo un apartamento en el boardwalk durante los ‘90, y solía pasearse desnudo y completamente borracho, para alegría de los paparazzi. En las clínicas de rehabilitación que lo trataron, se le prohibieron tres cosas: el alcohol, las drogas y seguir viviendo en Venice Beach.
Pero las verdaderas estrellas no son estos actores consagrados sino sus “lados B”, los monstruos bizarros que se pasean en el Ocean Front Walk, esa pasarela grasosa con gustito a hot dog, fritanga y bronceador barato. Estos personajes, que ya conocen las mieles del éxito en YouTube, llegan cada tarde y revolotean entre turistas y locales, buscando algún dólar que los premie por ser lo que son, o por haber terminado como terminaron.
Uno de ellos es Killer Joe, un apache que ha sido designado líder oficial de la batucada de este domingo. Subido a una tarima, con el torso desnudo, vincha y plumas en las manos, este indio parece el personaje que Morrison perseguía por el desierto en uno de sus trips ácidos (el que registra ficticiamente el film The Doors, de Oliver Stone). Killer Joe no habla, sólo baila, mientras la gente llega con tambores y toda clase de objetos que hagan ruido. “Es descendiente de apaches y nunca se le escuchó decir una palabra”, cuenta un tipo que asegura conocerlo bastante bien. El sol baja muy despacio y más de 500 personas saltan en la arena caliente. Coinciden en el ritual un grupo de punkies con crestas, varias travestis y un dream-team de tetonas de esas que aparecen peleando en el barro en Wild On!, el programa fiestero de E! Entertainment. Un policía se acerca en cuatriciclo, mira con resignación, hace un par de preguntas y se aleja. No va a pedir refuerzos. Ya conoce el circo.
La batucada veniceana es todo lo opuesto a lo que se podría entender por “sutil”. No hay nada oculto por descubrir, lo que se ve es lo que hay: el reviente de los cuerpos asándose al sol, bailando muy cerca de los aros de cebolla, las hamburguesas de triple piso y las tiendas de “marihuana medicinal”. Todo es XXL, nada es pequeño, ni enigmático, ni intrigante. El más bizarro gana.
En ese pantano asoma ni más ni menos que el Hombre-Cobra, un tipo que posa mientras dos serpientes le recorren el cuerpo. “Son cobras mágicas, lo juro, y la gente que nos saca fotos recibe bendiciones”, dice con una mirada que mete miedo. Las cobras, en cambio, parecen derretidas por el calor y más inofensivas que un gatito. “Si me das cinco dólares hago el snake dance y canto gospel”, insiste, y uno se da cuenta de que por diez dólares sería capaz de hacer hablar en libanés a las bichas. Macerado en el horno playero aparece también, patinando en paralelo a la costa, uno de los personajes más populares de Venice. Es Harry Perry, también llamado Har Nar Singh, el famoso “guitarrista-con-turbante-en-patines”. Nacido en Detroit en 1952, Perry es mucho más que un tipo pintoresco: editó tres discos con su banda, hizo cameos en varias películas y series (desde CSI hasta Californication) y hace muy poco ganó un juicio en la Corte de California que defiende los derechos de los artistas callejeros. “Mi estilo es una mezcla de Jimi Hendrix y Eddie van Halen. También toqué con System of a Down en el Ozzfest de 2006”, revela Har Nar Singh.
Como en un sueño, Singh se va patinando hacia la pista de skate (el Skate Dancing Plaza) y aparece otro muchacho bastante conocido en estos lados: Amir, el musculoso. Podría haber sido un luchador de Titanes en el ring, pero no le habría dado el cuero. Es un petiso muy trabado que anda en un slip con los colores de la bandera de Estados Unidos y aborda a la gente a los gritos, mientras juega con una bola plateada que se pasa por el cuerpo. “Vivo aquí en Venice con mi novia, que lee el tarot”, comenta. Pero en ese instante pasa una turista francesa y Amir la levanta en el aire como a una recién casada. “¿Querés que te levante a vos también y me sacan una foto?”, propone. Pero la invitación no es muy tentadora.
Tampoco dan ganas de acercarse a una versión travestida –con bigotito a lo Hitler– de Sarah Palin, la mujer de la que más se habló en Estados Unidos durante los últimos meses. Palin, ex gobernadora de Alaska y uno de los principales referentes conservadores de Estados Unidos, se opone fervientemente al aborto y al matrimonio gay. “Soy Palin en tanga. ¿Viste mi tanga? Tengamos un bebé mañana y le ponemos Baby Adolph.” La escena se completa con la llegada de un señor que sólo lleva un sombrero tejano, botas y bombacha rosa. Se presenta como “el Sheriff Arpaio”, abraza a la falsa Palin y se van cantando. Para quienes no lo conocen, el verdadero Joe Arpaio, sheriff del condado de Maricopa, Arizona, dirige las redadas contra inmigrantes indocumentados. Entre sus tácticas intimidatorias, obliga a los reos de los campos de detención a usar ropa interior rosa para ponerlos en ridículo.
Ya se va haciendo de noche. De fondo, la batucada pierde intensidad y los hombres monstruo empiezan a regresar a sus hogares, satisfechos o no con sus botines. Las guías de viaje alertan que, después del atardecer, los barrios que rodean Venice Beach son tomados por bandas callejeras y traficantes. Por eso no queda ni un turista. El telón del freak show se baja. La próxima función es mañana.
Festeja el hampa de Venice Beach. Descorchan los pandilleros, ladrones de poca monta, carteristas, cafishios, mafiosos y traficantes. La noticia es fresca: se retira Boston Dawna, la famosa mujer Batman que durante las últimas cuatro décadas patrulló las calles de Venice en un viejo Buick Regal modelo ‘73. Donna Chaet, también conocida como Boston Dawna —o “Batman” para sus enemigos—, es una estilista de 58 años que ya se convirtió en una leyenda viviente de la playa más freak de Los Angeles. La mujer convocó a una miniconferencia de prensa en el Ocean Front Walk, a la que no fueron ni los perros. Ahí mismo, con lágrimas rodando bajo los lentes negros, anunció con un micrófono que abandonaba su lucha contra el delito. Poco reconocimiento para una foja de servicio tan impoluta.
Dawna recorrió las calles de Venice desde 1971, sólo con un par de esposas en la cintura, y enfrentó a toda clase de delincuentes. “Miles de veces me enfrenté a criminales y les dije: ‘Quedate quieto o te vuelo la tapa de los sesos’”, comentó en su fallida rueda de prensa. El apodo de mujer Batman le quedó porque durante un tiempo usó la máscara del hombre murciélago, pero se la terminó sacando porque le daba mucho calor. “Imposible usar un traje de superhéroe con el calor de Venice”, justificó.
Aunque no iba armada, tenía un teléfono celular amarrado al corpiño, que usaba para comunicarse con la policía cada vez que veía a alguien en actitud sospechosa, desde un tipo demasiado borracho molestando a los turistas hasta un dealer concretando una entrega. Hace unos años, el Buick Regal empezó a fallar y a Batman no le quedó otra que empezar a hacer las rondas en bicicleta, por la costanera de Venice. Con el tiempo, los oficiales le tomaron cariño por sus informes, siempre precisos y acertados, que la convirtieron en la mejor soplona de Venice Beach. Tanto es así que la policía le organizó una despedida, con torta y todo.
El futuro de Dawna es incierto: ni ella sabe qué hará lejos de las calles que la vieron triunfar. Lo que sí es seguro es que dejó herederas, las Dawnettes, un grupo de vecinas que quiere perpetuar la tarea de su mentora. “Me voy a Boston con mi loro Elwood, mi gato y la radio policial que me regalaron los muchachos del destacamento”, explicó la mujer murciélago. Pobre de Venice Beach. Ahora sí que se le viene la noche.
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