CRóNICA SOBRE EL GENERAL ROCK
Cincuenta mil personas, cuatrocientas carpas y una tonelada de botellas de aceite de oliva hicieron de marco para un curioso festival de rock en Mendoza.
› Por Facundo García
Calor, viento seco y perros con la lengua afuera. Quebrando la tranquilidad de la tarde, los dueños de la finca no daban abasto para llevar y traer las botellas que pedían los músicos. ¿Vino? ¿Birra? ¿Whisky? No, aceite de oliva para cocinar en casa. La Edición Bicentenario de General Rock —que se hizo el fin de semana pasado en San Martín, Mendoza— estuvo llena de situaciones aparentemente contradictorias. Hubo viñedos y distorsión, sol y chaparrones: una unión de opuestos que se mantuvieron en convivencia pacífica desde el principio. Así fue que Fito Páez, La Mancha de Rolando, Karamelo Santo y Catupecu Machu, entre otros, les sobaron la oreja a 50 mil almas a lo largo de tres días. Eso, sumado a las más de cuatrocientas carpas que los fans instalaron en el parque que rodeaba al escenario, colaboró para que la fiesta se transformara en el sueño húmedo de cualquier hippy sesentoso.
Cuando hubo un poco de calma, Edu Schmidt (ex Arbol) destapó unas birras y se puso a hilvanar anécdotas a la sombra de un parral. Al rato, él y su tropa sucumbieron a la tentación de la siesta. Se sabe: el Lejano Oeste impone sus tiempos. A lo mejor fue por eso que el viernes la actividad empezó con retraso. La Vela Puerca, La Mancha de Rolando y Andando Descalzo rompieron el hielo con zapadas conjuntas y vasos compartidos. La Mancha homenajeó a Cerati con una versión de Puente; y más tarde fueron varios los que le mandaron más fuerzas al ex Soda. A esa altura, miles de personas se habían instalado para disfrutar de la naturaleza, escabiar, fumar o tomar mate con amigos, y sin un solo acto de violencia.
El sábado, Schmidt entusiasmó mostrando su disco El silencio es salud justo antes de que el huracán metalero hiciera vibrar las tablas. Y la polenta llegó con advertencias. “¡No permitan que les destruyan esta paz!”, predicó Corbata Corvalán, el vocalista de Carajo, y dedicó a los sanmartinianos Virus anti-amor. Es que el paisaje en el Parque Agnesi invitaba a esas reflexiones incluso entre el público. A sus veinte y con un embarazo de ocho meses, Andrea García contó que estaba podrida de “los conciertos donde se arma bardo”, pero que éste era distinto. La piba aprovechó el precio de las entradas —sólo cincuenta pesos por los tres días— para acomodarse igual que un buda en el pasto y escuchar. “Cero drama acá en las carpas. Hay baños gratis y, si te fijás, hasta el más reloco se cuida de no tirar basura”, comentó Andrea, mientras sobaba su panza similar a un mapamundi.
Hablando de panzas, uno que se enorgulleció de su “robustez” fue el cantante de Massacre. “Me llamo Walas y estoy cada vez más gordo y más confundido”, se presentó el hombre, y con eso encendió la mecha de un show en el que hubo mensajes y maniquíes al micrófono. Paralelamente a los toques “con proyección nacional”, hubo bandas cuyanas —como Parió La Choca o los Rayban Pérez— y grupos que se acercaron desde varias provincias. En el camino, a los de La Brizuela Méndez les tocó vivir una de película: venían en el bondi y en la mitad del viaje el sonidista sufrió un brote, se bajó del colectivo y huyó al grito de “¡yo me voy en auto!”. Al cierre de esta edición, se desconocía su paradero.
Karamelo, obviamente, jugó de local. Faltando segundos para arrancar, una voz destacaba al borde del escenario. “¿Con qué nota empieza la primera canción? ¡Díganmelo ahora!”, gruñía el bajista Diego Aput, impostando una cara de freak más que convincente. Y era joda, porque lo que siguió fue —para expresarlo en jerga cuyana— un manso toque, con asomos del impulso hip-hopero que se está acentuando tras la salida del Goy. El epílogo de la segunda velada estuvo a cargo de los Catupecu, que entre hit y hit mecharon una interpretación a capella de Persiana americana en honor al accidentado Gaby Ruiz Díaz y a Cerati. Tinto en mano, Fernando aulló su despedida y se fue corriendo cual mono con el culo incendiado. Eran casi las cuatro de la mañana.
El domingo, a la llegada de Dread Mar-I ya había 32 mil espectadores, y la mayoría femenina se adivinaba en el timbre agudo que tenía la multitud cuando coreó Arbol sin hojas o La fe. Si hubiera estado Axel a lo mejor no juntaba tantas adolescentes vaporosas. Procurando nadar en ese mar de hormonas, los y las periodistas se esforzaban por acercarse al escenario para narrar los hechos desde cerca. Y no: las que pudieron sortear sin problemas el cerco de patovas fueron la hija del intendente y sus conocidas, que pretendían abrazar al galán del reggae. En la conferencia de prensa que vino después, el rastamán respondió sólo tres preguntas y se volvió a los camarines. El Cuarteto de Nos, en contraste, tocó y sentó a todos sus integrantes a charlar con los medios sin temor a que se contagiaran de lepra. Como curtido maestro de ceremonias, Fito Páez rescató canciones olvidadas y les metió un tempo lerdo a sus clásicos para que pudieran cantar hasta los sordos. El final fue sereno, acorde con una reunión sin contratiempos, salvo uno insólito (ver recuadro). En General Rock, los heavies saltaron al lado de los poperos, y los que curtían hip—hop bailaron cumbia sin rollos. Desde la Cordillera soplan vientos de cambio.
Sobre el final del General Rock se confirmó el rumor de que un chico se había lastimado la columna el día sábado. Gabino Beningazza, de veintidós años, se acercó a un stand que había montado Philip Morris porque quería aprovechar una oferta. La promo consistía en que aquellos que compraban varios paquetes de cigarrillos se llevaban un bolso y podían sacarse “fotos rockeras”. Para ambientar los retratos, se había montado un mini—escenario con un ploteo que mostraba público detrás. Desde ahí, a menos de un metro de altura, los interesados saltaban y la instantánea los agarraba en el aire, como si estuvieran haciendo mosh. Supuestamente los pibes caían en una colchoneta y se iban; pero algo falló. Según Carolina Cicero —integrante del equipo médico del festival—, lo que ocurrió a continuación es rarísimo. “Lo extraño es que antes habían hecho lo mismo cientos de flacos. Cuando llegamos, el accidentado no parecía estar tan mal. Empezamos a alarmarnos cuando nos dijo que no era capaz de mover el cuerpo”, relata. Al no recuperarse, Gabino debió ser trasladado a la capital mendocina para hacerle estudios y ver si mejora. Ojalá.
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