Jueves, 27 de enero de 2011 | Hoy
CRóNICA: SHREK EN PRIMERA PERSONA
Un cronista del NO se metió dentro de un traje de Shrek y salió a corretear mujeres, niños y... bueno, no corrió a los salvavidas porque no le convenía. Es un ogro verde y pisa fuerte.
Por Facundo García
Había una vez dos tipos hablando frente al mar. Uno estaba vestido de jirafa.
–A ver si entiendo: vos querés disfrazarte por un día, ¿es eso? –indagó el enmascarado, usando una mano para levantarse el cuello con pintitas y respirar mejor el viento del océano.
Jirafa se quedó quieto, analizando la idea del otro lado de la gomaespuma. Su silencio dejó espacio para más argumentos. Esto es: las personas se toman vacaciones de sus trabajos, de los lugares donde viven. Hasta de novias y novios se toma vacaciones la gente. ¿Pero qué pasaría si uno pudiera descansar de uno mismo; si pudiera, a fuerza de curiosidad, cambiar de personalidad y convertirse en otro por un día?
La larga cabeza volvió a su posición normal y empezó a sacudirse de un lado para el otro, para dar a entender que iba a ser difícil convencer al dueño de “El tren de la alegría” para que cediera a préstamo un disfraz. Era el momento de aplicar el plan B.
Más que nada fue humillante: mendigar un traje y recibir negativas impiadosas, o miradas de vergüenza ajena. Al carajo: si el capitalismo que lucra con la infancia pone peajes, habrá que optar por la independencia. Un “ding dong” ridículo suena al abrir la puerta de la casa donde alquilan disfraces:
–Um... me lo devolvieron roto ayer. Me queda de bebé, de vampiro, de gaucho. Tengo de Cristina Kirchner. O éste, de la Carrió..
–No, ése es justamente el de Carrió.
–Ah, sí. Viene con panza de relleno, calzas, el cinturón y la máscara.
–Psé..
Tiene que quedar el calzoncillo. Los almohadones de relleno van en la panza. Las calzas son ajustadas. Es más: parecen hechas para un anoréxico, pero si uno no se preocupa por los efectos que pueda tener la mala circulación en sus genitales, sirven. Y claro, viene la máscara, que se inserta como una escafandra. Los primeros segundos como ogro son de una gran soledad. Se escucha sólo la propia respiración, como en las escenas de 2001, Odisea en el espacio.
La vieja no oye, porque la careta bloquea los sonidos. “¿Eh?” pregunta. “¡Que por dónde se mira!”. “En los ojos tenés dos ranuritas y en la boca hay otra”, informa ella. Igual no se ve un choto.
Al fin la calle. Una cuadra más allá, está el niño número uno junto con su madre. “¡Mamá, es Shrek! ¿Pero qué le pasó?”, pregunta angustiado. Recién entonces se hace evidente que el cinturón del traje quedó en la casa de disfraces. Sin el cinto –que sirve para ordenar el relleno– los almohadones se vuelcan sobre el pecho, formando dos enormes e involuntarias tetas.
Otra vez suena el “ding dong” de la puerta y la mujer estira la mano para alcanzar la prenda olvidada. Ahora sí, va de nuevo: calle otra vez y caminata indecisa. Lo que usualmente es paso seguro se transforma en tanteo, con la cabeza gacha para espiar por los agujeritos y no llevarse puestos los cordones de la vereda. El sol pega, y el látex se adhiere a la piel de la nariz y los pómulos. Por dentro hay una puntita peligrosa que está justo a la altura del ojo. Alerta, niño número dos a la vista.
–¡Hola, ogro!– exclama el borrego. Es cierto que uno imagina el traje y los gestos que va a usar; sin embargo hay un rasgo del que se tiene conciencia cuando ya se está “en situación” ¿Qué forma de hablar tendrá el personaje? ¿Y cómo habla un ogro? Por lo pronto, la voz que brota para zafar es la de Alf. Cualquiera.
En la playa hace como treinta y cinco grados. Es lo que puede calcularse desde los cincuenta de sensación térmica que hay dentro de la máscara. Al ver un gordo deforme y verde, los más chicos corren aterrorizados a refugiarse con sus familias. Son los menos, eso sí. Se acercan papás, nenes y minas. Lo de las minas está bueno, porque se dejan tentar por la ternura. “¿Y el burro?”, pregunta una. “Lo tiene abajo”, retruca otra (malditas calzas ajustadas).
“Master, Renzo te quiere dar la mano”, se mete uno de los papás. Y es cuestión de extender el brazo en la dirección en que supuestamente está el pequeño e inclinar el cuerpo unos noventa grados, para darle a la reverencia un toque de solemnidad. Cero respuesta. Por los orificios se ve únicamente arena. Pasan dos, tres segundos. En eso, el susurro del papá se cuela a través del látex: “Date vuelta, boludo”. Un giro y aparece Renzo, que estaba confundido y con la cara a dos centímetros del trasero del ogro.
De todos los puntos cardinales viene un ataque de pendejos que quieren conocer al monstruo. Sacan fotos en masa, y los más forros patean los gemelos, la tibia y el peroné de su víctima. Encima, el disfraz transmite una expresión bonachona que invita al sopapo. Nadie imagina el semblante desencajado y empapado en sudor que hay detrás de la sonrisa estática. Y los pedidos de clemencia –hechos con voz de Alf, a falta de dotes actorales– no surten efecto: incluso un cabroncito tira una piña a la nariz y la punta de goma se clava dolorosamente en un ojo.
Con lágrimas de irritación chorreando del globo ocular izquierdo dan ganas de quitarse todo. “¡Basta!”, se escucha en la Bristol, y la ronda de diablejos suspende el linchamiento. Las manos del cronista están a punto de arrancar la odiosa máscara cuando ve, a través de los agujeros, la expectación tristona de diez o doce nenes que quieren creer que ese gigante –o sea, él– era de verdad. No sería noble destruirles la magia.
El regreso a la rotonda donde paran los trencitos de la alegría tiene sabor a revancha. Poniendo gesto de langa –una pelotudez, porque los de afuera no lo ven– el desquite consiste en abrazar uno por uno a los disfrazados y a los dueños de la boletería, que cuchichean entre ellos y se preguntan quién será ese desconocido que los palmea y les baila alrededor. De madrugada, en la puerta del casino, los borrachos son los que más comentan. “Hola, rarito. Sos otro rarito más, vos”, bardea, al borde del insulto, uno que ingresa por la puerta giratoria. Ese día hubo fútbol de verano y una hinchada que está paseando por la peatonal bloquea amable pero firmemente el paso. Un viejo del grupo se acerca y confiesa que quiere sacarse una foto dándole un beso en la boca “este bicho”. Lo hace: su aliento entra por el respiradero y se encapsula en la máscara con efectos catastróficos.
Las dos. El guardia que vigila las cámaras de seguridad en el Hotel Nuevo Ostende se queda pasmado ante lo que muestran las pantallas. Un sujeto orejudo y de color extraño se ha puesto a bailar en zigzag por los pasillos. Sale, consulta con el conserje. A la mañana siguiente habrá que explicarles que no es tan fácil abandonar la fantasía.
* Esta nota se inspiró en Vos sos Pin, un texto de Marcelo Guerrieri que se publicó en la antología Timbre 2. Veladas Gallardas (Editorial Pulpa, 2010).
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