Jue 27.01.2011
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CRóNICA 2: VOLVER Y DEJAR PARTIR

Adiós, amigos, adiós

Chicas que se olvidan de sus novios, comerciantes oportunistas, jóvenes exploradores y turistas en celo: el cambio de quincena da para todo.

› Por Juan Barberis

Desde Retiro

Lucas vomita con ganas, justo acá al lado. Viene desde Quilmes, tiene unos veintitrés años, cara de nene, piel pálida y un cuerpo desgarbado. Minutos antes de colapsar por los nervios, y por una milanesa con queso y huevo que se tragó a los apurones antes de llegar a la terminal, había asegurado que esto del bondi no le gustaba ni un poco: el traqueteo, la incomodidad y las 23 horas en soledad hasta Bariloche para encontrarse con un primo y dos amigos que lo esperan para acampar. Pero ahora, después de retorcer el estómago como una toalla, las cosas marchan bastante peor: la gente se abre rápido creando un círculo de desprecio y el nauseabundo de Lucas tiene que balbucear algo parecido a un “perdón”. Vaya manera de empezar las vacaciones...

Pasar la noche completa de un día de cambio de quincena veraniega (como serán este viernes y sábado) en la terminal de Retiro parece un plan más emparentado con el masoquismo que con alguna especie de apetito viajero. Retiro, en estos momentos del año, es una canilla libre de gente incómoda que carga con exceso de peso y de ansiedad. Y, obviamente, las postales dan para todo: padres cuidas que abrazan a sus hijas como si estuviesen a punto de entrar a la casa de Gran Hermano, novios cargados de inseguridad que dejan ir a sus chicas pensando en ese galancito que se va a pasar de listo en la playa, y hasta grupos de melenudos lookeados como para irse a la sabana africana, cuando en realidad su boleto acusa Mina Clavero.

En el último cambio de quincena, Retiro fue un calvario mucho más ardiente para los que intentaban fugarse y se encontraron con una protesta de la Unión de Conductores de la República Argentina (UCRA), que bloqueó la salida de vehículos en reclamo de la reincorporación de trabajadores y la implementación de un control efectivo de las horas de trabajo. Hoy las cosas están más tranquilas, sin cortes, aunque con algunas cifras oficiales que pueden resultar de muy mal gusto si uno las conoce a punto de embarcarse: el 53 por ciento de los vehículos inspeccionados ese fin de semana estaba en infracción, algunos demorados por falta de descanso de los conductores, otros con casos más extremos, como el control positivo de alcoholemia de un chofer que había seguido derecho desde una fiesta de 15.

Los sábados en temporada, con 2400 servicios operando al palo –600 ómnibus más de los que salen y entran habitualmente–, Retiro vive sus noches de gala. Mientras cualquier sábado vulgar del año, a estas horas de la noche te la harían difícil hasta para conseguir un alfajor, hoy se puede todo. ¿Comprar un souvenir? ¿Un bolso? ¿Un buzo? ¿Una camisa? ¿Una valija? ¿Un poster? ¿Cortarse de pelo? “Sí, papi, acá se trabaja muy bien”, aclaran dos carnosas morenas con las tijeras en reposo. “Las chicas que no tuvieron tiempo para cortarse el pelo o ponerse color, vienen a hacérselo antes de irse de vacaciones.” No mienten: minutos después hay dos víctimas con la cabeza húmeda y el cuello rígido.

El flujo en la terminal es insoportable. Las caras largas y arrebatadas de sol de los arribados se entremezclan con las pálidas de ansiedad y excitación de los que esperan irse. Justo como las de ese grupo de chicas–bien de Hurlingham que espera a los gritos su colectivo con destino a San Martín de los Andes. Tienen apiladas sobre el asfalto una montaña de mochilas que les doblan su contextura física y que obligan la pregunta:

–¿Quién va a cargar con todo esto?

–Mirá, te voy a ser sincera –dice Luz, una veinteañera de rulos dorados–-. Eso no es problema para nosotras. Los hombres en auto te ven con esta mochilota y te llevan adonde quieras. Además, de paso conocemos chicos...

–¿Y tu novio? ¿Contento?

–Sí, muy... está hace veinte días en Brasil y no me llamó ni una vez.

No más preguntas. Quince minutos más tarde, este pelotón de chicas copa el fondo de un doble piso y se olvida de todo. Benditos códigos de verano. Pero a no decepcionarse: en Retiro también hay amor verdadero. Ya son las cuatro de la mañana y Jeff y Allie, una pareja de californianos que está compartiendo su primera visita a la Argentina, se fuman el smog de estos vehículos con catarro mientras esperan, pegoteados y felices, el suyo con destino a Mendoza. Ya recorrieron Buenos Aires y ahora están dispuestos a hacerse una pasada por La Ruta del Vino. “Argentina es un país muy lindo, la gente es muy agradable. Pero lo mejor que tiene es la carne”, dice Jeff en tono buenazo. Pero la termina embarrando con sonrisita a lo Benny Hill: “¡Pero la carne femenina!”.

Cuando el sol reaparece, la terminal de Retiro deja de ser ese lugar tan hostil e irritante. Ya son las seis de la mañana de un domingo de verano y todo parece algo más calmo y familiar. Los canillitas acomodan sus puestos, los mozos lustran las mesas y brota un olor parecido a café y medialunas. Pero entre eso se plasma una imagen imborrable: Lucas, el pibe que se había secado la boca contando lo fastidioso que le resultaba esto de las 23 horas hasta Bariloche, está durmiendo acurrucado sobre un banco. Se lo ve tranquilo y sin culpa, con la satisfacción de haberse salido con la suya.

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