CALLEJEROS, SENTENCIADO POR CROMAñóN
El cambio de carátula que dictaminó la Cámara de Casación, acusando a los músicos de Callejeros de “incendio doloso”,
tiene efectos culturales y de “sanación colectiva”: 193 muertos que empiezan a sentir algo de justicia social.
› Por Mariano Blejman
Seis años después, las frases de aquella noche siguen sonando aterradoras. En un audio inédito al que accedió el NO, un presentador dice antes del show de Callejeros: “Compórtense un poco porque se prende fuego el lugar, ¿entendieron?, ¿les quedó claro a todos?, ¿se van a portar bien, se van a poner bien las pilas?”. Después se escucha: “Buenas noches, Cromañón, bienvenidos a la última velada del año, con ustedes y para ustedes, Callejeros”. Un segundo después, aparece el Pato Fontanet a punto de comenzar el show de Callejeros en Cromañón el 30 de diciembre de 2004, que le pregunta a su público: “¿Se van a portar bien? ¿Se van a portar bien? Estamos en condiciones de comenzar, estimado (...)”. Y entre que arranca el primer tema, se escucha el disparo de los tres tiros y se hace un silencio seguido de gritos y llantos, ocurre cerca de un minuto y cuarenta segundos. Basta con escuchar ese minuto de gritos para imaginarse el resto.
Antes que nada, habría que recordar que cuando se habla del incendio de Cromañón, se habla de 193 muertos: muertos, definitivamente muertos, que salieron vivos una noche calurosa rumbo al Once, el 30 de diciembre de 2004, a parapetarse frente a Callejeros, una banda en ascenso que había estimulado la desidia como puesta escénica. Que había fomentado el peligro inconscientemente entre sus fans y que era consciente de ello. Se murieron sus seguidores, se enfermaron sus fans, se destruyó una generación construida sobre los valores de la pertenencia y el aguante como relato colectivo, encarnaron lo peor de la cultura rock, cometieron una interpretación aberrante sobre lo que había significado el rock barrial durante los años ‘90, y –lo que es peor– jamás se hicieron cargo de nada. Ni siquiera ahora que la Cámara de Casación modificó el primer fallo, acusando a la banda de “incendio culposo”, una carátula más baja que podría darle hasta once años de cárcel. A diferencia del fallo anterior, se incluyó a los integrantes de la banda como organizadores del show, una verdad de Perogrullo para el mundo del rock.
Las condenas a Omar Chabán, al representante y a los músicos de Callejeros, a policías y funcionarios, muestran las responsabilidades compartidas, y el cambio de carátula de “doloso” a “culposo” tiene algo más que ver con la falta reinante de noción de peligro. Cromañón tuvo más de mil implicados directos, y miles de efectos indirectos de dimensiones inconmensurables. Callejeros se rió de toda una generación que lo iba a encaramar como la gran cosa del pasado (podrían haber llenado estadios) y, amparados en ese halo de grandeza que da estar arriba del escenario, siguieron mojándole la oreja a la cultura rockera después de enterrar a los muertos. Pero el daño que Callejeros hizo no tiene que ver con su calidad musical, ni con haber pertenecido a una generación bengalera que hizo de la fiesta un espacio peligroso. Hasta el incendio culposo de Cromañón, Callejeros era una banda más en ascenso, una nueva generación de rock de estadio menos preocupada por la estética y más preocupada por encender la mística por sí misma. El daño va por otro lado.
La remanida frase de “le podría haber pasado a cualquiera”, que se repetía poco tiempo después de la conmoción, se choca de maduro con la realidad: les podría haber pasado a muchas bandas de aquella generación, es cierto, aunque no todas lidiaron de la misma manera con el monstruo que estaban creando. Y, si le podría haber pasado a cualquiera, entonces cualquiera de las bandas que jugó con la salud del público sin medir las consecuencias debería haber corrido la misma suerte. Cualquiera que tenga un auto veloz puede chocar en la ruta, pero el que choca deberá afrontar las consecuencias. Era difícil decirlo en 2005, cuando la cultura de la desidia por el cuerpo propio y ajeno todavía estaba demasiado impregnada: no se puede meter más gente de la que entra, no se puede prender fuego y menos en un lugar cerrado con más gente de la posible, no se puede comenzar un show si no están dadas las condiciones. Pero todo esto era aun mucho más difícil decirlo antes de Cromañón. La cultura del aguante había hecho del “caretaje” un enemigo potente: enfrentarse a quienes “reprimían” cualquier acto “libertario” era de idiotas que pertenecían al sistema. Poco después del incendio, el Pato Fontanet sentenció una vez más: “Chúpenla por caretas”.
Durante los primeros ‘90, el rock barrial representó a los sectores más postergados de la industria cultural: era interesante ver cómo crecían desde los márgenes huestes ricoteras que tomaban el control de los espacios públicos. Este mismo espacio periodístico fomentó, desarrolló, cubrió, descubrió y analizó el surgimiento de las primeras grandes bandas de rock barrial como –después de Los Redondos, claro– La Renga, Los Piojos y un poco después –y desde otro lado un poco más combativo– Bersuit Vergarabat, aunque no eran exactamente lo mismo. Hasta Cromañón, las actitudes de Callejeros eran comprendidas dentro de la ley del aguante: decían que sólo les daban notas a quienes los acompañaron desde un principio (no fue el caso de este suplemento, y quedamos afuera de posibles entrevistas antes del 30-D).
Pero en todos estos años, ningún integrante de la banda –que lideraba, conducía, producía y de la que tomaba decisiones el Pato Fontanet– tuvo una pizca de remordimiento público. No sólo por su participación en un hecho que puso en riesgo a su público sino por el daño cultural que produjo entre sus pares, aquellos que tenían –y tienen– del rock del aguante una forma de pertenencia, de vida, de militancia y de épica. Callejeros destruyó lo mejor que tenía el aguante, que era esa capacidad de mostrar el afloramiento de una generación joven postergada, darle sentido y pertenencia: el legado del menemismo cultural, llegado unos años después a la cultura rockera. Porque eso fue durante los ‘90 el rock del aguante: un depósito de los sueños colectivos que no encontraban razón de ser en el relato social de la fiesta privatizada. Cuando los productores de rock local entendieron que era un negocio fantástico, estimularon, produjeron e incentivaron el rock barrial.
Pero si todo esto hubiera sido un gran error, y la banda –o su líder– hubiera tenido posibilidad alguna de redimirse ante su público y decir algo como “nos equivocamos”, habría sido más digerible para el resto. Pero Callejeros, desde el incendio, hizo todo lo contrario: se burló de la Justicia, se burló de quienes pedían justicia, y quiso esconder a través de su estrategia judicial su responsabilidad como organizador sobre la cual habían construido su épica y su carrera. Entregaron al manager (antiguo amigo de la banda) con la intención de salvarse ellos. Se separaron, se desamigaron. Si bien la idea del “hazlo tú mismo” proviene del movimiento punk (“Do it yourself”), Los Redondos convirtieron la autogestión en una bandera que fue retomada por próximas generaciones. La autogestión era sin duda la gran bandera del rock del aguante: la lucha contra las corporaciones, la posibilidad de autoorganizarse sin dependencia de nadie. Pero la autogestión tiene sus bemoles.
Queda todavía un tiempo para saber cuántos años les darán a los condenados y, aunque se supone que la causa terminará en la Corte Suprema de Justicia, la condena de Casación ya tuvo efectos concretos: la Municipalidad de Santa Fe le negó a CJS (Casi Justicia Social, el nuevo proyecto “solista” de Fontanet) el permiso para actuar en la Estación Municipal Belgrano, y evaluaban realizar el concierto en el estadio de Unión. Puede decirse que la condena de Casación se parece algo más a la justicia social: la posibilidad concreta de cerrar una herida colectiva y de entender que las sociedades pueden ejercer y recibir justicia. “Ahora sonrío tranquilo”, le dijo en estos días a este cronista un sobreviviente de Cromañón, que estuvo quince días sin conocimiento aquella noche fatídica en el VIP de Cromañón. La herida empieza a cicatrizar.
“Tomo bien y mal el cambio de carátula. Estoy de acuerdo con que consideren a Callejeros responsables. Pero creo que Casación se lavó las manos al no haber dado las sentencias. Tendrían que haber puesto las penas. Yo quiero que les den la máxima a todos: Chabán, los funcionarios, Villarreal y al policía. Callejeros tiene un grado de responsabilidad, pero no tanto como los otros.”
“Me parece que el juicio arranca torcido desde que deja afuera la responsabilidad de Aníbal Ibarra. La revisión no ‘revé’ eso. Así que en ese punto estamos igual. Lo que estamos viviendo es que tras la masacre de Cromañón –porque fue una masacre no fue una tragedia– como banda es la privatización cada vez más fuerte de toda la movida del rock. Antes el circuito podía ser un desastre, pero eso estaba logrado por los músicos. Hoy a las bandas nuevas se les hace mucho más difícil salir a tocar. El Estado sigue ausente y está fomentando el lucro, olvidándose de lo que la juventud puede hacer en la cultura. Hay que seguir luchando por eso. Me gustaría que se avance con las responsabilidades políticas reales antes que preocuparse por si la calle está abierta o cerrada. No me molesta que el colectivo tenga que tomar otro camino, me parece mucho más grave ver en el mismo lugar los afiches con Ibarra presentándose como candidato a jefe de Gobierno.”
“Con la primera sentencia, dije: ‘Tenemos partido revancha’. La banda había ganado de local y por uno a cero. Ahora ganamos un partido bien difícil, de visitante y con una buena diferencia de goles. Fue un fallo aliviador. Tranquiliza más que todos los antidepresivos. Hay algo menos en la columna del debe para toda la sociedad. Parafraseando al baterista, ‘la frutilla del postre’ sería que ahora la condena se haga efectiva y completa. Ese día fui a laburar porque no quiero seguir con el morbo. Al rato de la revisión del fallo, otro sobreviviente me llama con dudas sobre la responsabilidad de la banda. Para mí, los del grupo siguen manejando el aguante por el aguante, y el aguante se murió con Cromañón. Me parece que hay una diferencia generacional grande entre los que teníamos veintipico y los que tenían menos en ese entonces. Algunos siguen con su remera de ‘Basta de culpar a Callejeros’. No pueden entender que al que iban a ver a un recital ahora vaya a cantar El rock de la cárcel.”
“Me pareció que las condenas estuvieron presionadas por la opinión pública. La culpa más grande la tiene gente que no está condenada. Me refiero al jefe de Gobierno de entonces y a toda la cadena de mando que le sigue y la obediencia debida que le sigue. El aparato corrupto no lo armaron las bandas, lo armó el poder. Seguro que el dueño del lugar ya tenía armada la red de corrupción endémica. Eso les podía pasar a muchos grupos que tocaran en ese lugar apestado; les tocó a ellos. Igualmente hay que tener respeto por los padres, ya que los que peor la pasaron son los que ya no están.”
“La tragedia de Cromañón fue un garrón porque murió mucha gente. Hubo una cadena de responsabilidades y en cierta forma toda la sociedad es culpable. Me parece bien el cambio de carátula, aunque me suena raro. La banda tiene responsabilidad: si sos músico y ves que el local está sobreexigido de gente y tu público tira bengalas, lo mínimo que hacés es parar el recital. Ellos ya eran una banda de estadio y Cromañón era muy chico. Además no supervisaron el rol del manager. Pero también me pongo en el lugar de artista y no me sentiría un homicida. Pero sí culpable.”
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