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Jueves, 16 de enero de 2003

CRONICA DE UN DIA AL PIE DEL ACONCAGUA

A 5.000 metros sobre el nivel de la realidad

Esta es época de ascenso en la cordillera de los Andes: cientos de personas de todo el mundo llegan para ascender hasta el pico más alto del hemisferio occidental. ¿En busca de qué? Este y otros interrogantes existenciales sobrevuelan las historias que aquí se cuentan, entre el frío, los dólares, los dolores de cabeza y los derrumbes.

 Por Mariano Blejman

Arriba
l”Yo debería estar muerto”, confía Ignacio Lucero desde su bolsa de dormir en Plaza de Mulas, a 4300 metros de altura. El andinista –cuya principal fuente de ingresos es hacer de guía– sobrevivió una noche, ¡a 6 mil metros!, sin equipo, sin carpa, sin bolsa. Sin nada. Para lograrlo, cavó un pozo en la nieve, metió a su “cliente” adentro, se sentó encima para cubrirlo del viento y se movió durante eternas horas hacia atrás y hacia delante para que la sangre no dejara de circularle. Para no morir de muerte blanca, metió su cuerpo dentro de la mochila. Lo único que tenía. “Creí que hasta ahí llegaba”, reflexiona ahora, un año después, mientras juega con los bordes cálidos de su bolsa de duvé. En esa oportunidad, estaba guiando a Pablo, el “cliente”, hacia la cumbre del Aconcagua (6962 m). Cuando regresaban por La travesía (6500 m) hacia la carpa, Pablo resbaló de la senda y cayó más de 30 metros, aturdido por la falta de aire. En el camino perdió los guantes, los equipos, la bolsa y sus manos se quemaron con el hielo. Ignacio intentó detenerlo, pero se fue con él atraído por la gravedad. Ya no podrían seguir caminando. “Siempre fui un poco egoísta, pero en ese momento sólo pensaba en salvar a Pablo”, dice. Entonces le ordenó que no dejara de moverse, nunca, que no se durmiera. Que ejercitara las manos fortaleciendo los dedos. Que no pensara en nada. Que cantara. Afuera de la pequeña cueva de hielo, el viento soplaba. “A las 4 de la mañana miré el reloj y pensé que todavía podíamos vivir”, cuenta. Sólo tenían que resistir una hora más, tal vez dos, hasta que el sol comenzara a pegar contra el cerro y así podrían descender.
Ignacio Lucero ofrece café para hidratar el cuerpo del recién llegado, mientras la radio de guardaparques habla de un rescate muy próximo. Los andinistas se salvaron aquella vez por una buena noche, aunque al cliente tuvieron que injertarle piel en un dedo gangrenado. Después, Pablo le regaló a Ignacio una piqueta tallada que decía: “Pocas cosas son tan fuertes como la amistad forjada al filo de la muerte”. Alrededor, en una suerte de refugio semi-vip, medio centenar de carpas y tiendas conforman Plaza de Mulas, campamento base del Aconcagua para subir por la ruta normal. El camino habitual para la cumbre es desde Mulas hasta Nido de Cóndores (5380 m) y/o hasta el campamento de Berlín (5780 m). Desde allí, a la cima. Los seres normales tardan dos o tres días. El record lo tienen unos italianos: 3 horas 20 minutos. Al pie del Centinela se acumulan iglúes con precios del primer mundo. Los que llegan, lo hacen con el deseo de tocar el cielo con las manos. En esta temporada, atraídos por los buenos precios, unos 5 mil visitantes casi llenan el Parque Provincial. Pero los precios del Aconcagua siguen en dólares. Y algunas otras cosas, también para los argentinos. Ya hicieron cumbre alemanes, estadounidenses, noruegos, franceses, polacos, japoneses, brasileños, mexicanos, colombianos y chilenos. En otras laderas del cerro se encuentra Plaza Francia (4200 m), sobre la increíble pared Sur –con 3 mil metros de diferencia de altura– y Plaza Argentina (4200 m), camino Este que pasa por el Glaciar de los Polacos.
La mujer accidentada –como afirma entonces la radio de guardaparques– es de Guatemala y se llama Aura Peralta. Cayó a metros de la cumbre, en la temible Canaleta, y se ha fisurado una costilla. Comienza el operativo de rescate desde Plaza de Mulas, que está a una larguísima jornada de la cumbre, y a unos 44 kilómetros de la ruta que va para Chile. El 99 por ciento de los que están en Mulas han hecho ese trayecto. Unos pocos elegidos usaron el helicóptero, que sale 1600 dólares la hora de vuelo. Los andinistas caminan desde Horcones (2850 m) durante tres horas hasta Confluencia (3300 m) y al otro día patean otras siete u ocho horas hasta Plaza de Mulas. La última parte del camino se conoce como la “Cuesta Brava”. Aun optando por el helicóptero, la altura pega fuerte. En lugar dela caminata, son 10 minutos de viaje y el helicóptero se mueve bastante. La presión atmosférica disminuye y si no se toma agua –mucha: cuatro o cinco litros diarios–, se corre el riesgo de contraer el MAM (Mal Agudo de Montaña) o tener un edema de pulmón. O lo que es peor: uno cerebral. “Muchos europeos, y sobre todo japoneses, caen rendidos en los primeros campamentos. No están acostumbrados”, dice el médico Roberto Coll, conocido como Miliki. El asunto, dicen, está en controlar el color del pis. Si el orín aflora cristalino, el cuerpo tiene agua suficiente.

Más arriba
Plaza de Mulas es un pueblo portátil. Sube y baja cada año. Suben sus prestadores de servicios, suben las carpas, suben las mulas, suben los baños. Suben también los andinistas. Como buen pueblo chico y de corta duración, Mulas es un infierno grande y congelado. Las empresas hacen de soporte técnico a decenas de extranjeros –esta temporada con menos argentinos– que quieren subir a toda costa. Recién en los últimos 10 años el Parque adquirió cierta organización. “Che, Página/12, ¿por qué no traés agua para unos mates?”, desafía Gabriel Barral, guardaparque, conocido como Paki. “La noche va a ser larga”, cierra. Agua... ¿dónde? No hay canillas a la vista, ni una manguerita por ahí. Otro guardaparque (el “Húngaro”) señala los nevados: “Allá hay”, señala. El agua viene casi en cubitos. El río termina 47 kilómetros más abajo, en el río Mendoza. Pero mucho más fría debe estar Aura, la guatemalteca que grita de espanto a 6900 metros de alto porque no puede caminar. Habrá que bajarla antes que sea de noche. El aviso lo dio la brasileña-canadiense Leila Caudwell, de la empresa Berg, que tiene dos guías bolivianos bajando de la cumbre: Bernardo y David, quienes llevaron a los clientes John Skeels y Karl Wilke a la cima. El grupo escuchó los gritos una hora y media debajo de la cumbre. Esto es, a decir verdad, a unos pocos metros. Pero a esa altura, el tiempo entre cada paso puede llevar, en ocasiones, más de un minuto. Y cien metros (una cuadra), equivale a una hora de caminata. En el hemisferio occidental no hay nada más alto que la cumbre del Aconcagua. Nada más cerca del cielo. Todos quieren llegar y muchos lo consiguen, aunque a veces la soberbia les juegue una mala pasada. Sobre todo en bajada.
Los andinistas bolivianos son lo más parecido de América latina a los sherpas (los nativos del Himalaya): son duros, recios, resisten el frío y la altura de forma admirable. Por eso los eligieron para llevar clientes. Pero no sabían que podían encontrarse con Aura. Bernardo, el jefe, le ha pedido a David que suba hasta La Canaleta (6900 m) a ver qué le sucede a la mujer. “Minutos antes había pasado una expedición francesa que ni se tomó la molestia de ver qué le pasaba”, se indignará Bernardo después. Los andinistas dicen que lo mejor y lo peor de uno mismo aparece en la montaña. “El año pasado, para la misma época, se perdieron dos personas. Uno era Gustavo Lo Ré, un conocido guía mendocino que bajaba desde Plaza Argentina”, cuenta Lucero. El otro era un francés que iba en una expedición con dos compañeros. Salieron a buscarlos en varios grupos: más de 40 personas recorrieron el cerro durante una semana hasta que encontraron al argentino caído. El día de su muerte cumplió 36 años. “Los compañeros de expedición del francés, en cambio, preguntaron dónde debían buscar el cuerpo. Y se fueron. Encima, el francés apareció por San Juan, cerca del Cerro Mercedario. Habían andado 180 kilómetros”, recuerda Lucero. Esta vez, otros europeos evadieron la desgracia ajena para cometer la suya propia. Y David, el boliviano, tuvo que salir en auxilio de la guatemalteca que, de no ser rescatada, podía haber estado destinada a ser tragada por la nieve. En el camino, vienen subiendo varios guías y guardaparques para hacer el recambio. El boliviano David conoce poco el cerro, pregunta por radio cómo salir y se tira por el GranAcarreo. Aura tiene su esposo internado en un hospital de Uspallata y ahora grita por su dolor de cadera. Tardarán varias horas en bajar, pero si no hubiera sido por los bolivianos, Aura sería otra historia triste para contar. “A mí –dirá Bernardo después– lo que me inquietan son los japoneses.”

Una inquietud
Comienza a oscurecer nueve y treinta de la noche, y el cerro se torna ocre profundo y carmesí. El ocaso enciende las laderas del Aconcagua, que parece cargado de fuego. Ulises Corvalán, eximio guía de la empresa de Fernando Grajales, está sentado en una mesa leyendo Este juego de fantasmas, de Joe Simpson. Tiene una gorra y anteojos de montaña. Ulises conoce realmente esto: sólo en el Aconcagua, hizo cumbre 17 veces. Por su experiencia, es uno de los guías más queridos. Además, ha subido varios cerros del Himalaya, Bolivia y Perú. Este año piensa en Rusia. Los guías cobran entre mil pesos y 2 mil dólares por expedición, dependiendo del origen de los clientes, la experiencia y confiabilidad. Hacen 4 o 5 expediciones y les pagan, claro, independientemente del éxito. Las empresas cobran a cada cliente –que llegan a ser grupos de 10 o 12– 2 mil dólares por expedición. Los mendocinos se han beneficiado con la devaluación y siguen cobrando en dólares. Incluso las mulas para subir equipos desde Horcones cuesta 120 verdes. “Guiar para argentinos no conviene demasiado”, confiesa Ulises y ofrece una cerveza en lata que en su carpa-bar cuesta 3 dólares para extranjeros. “A mí –cierra– me dan curiosidad los japoneses. Son difíciles: no se sabe qué quieren, no hacen caso a las indicaciones.”
Francisco Cordón, de la patrulla de rescate del Aconcagua, también tuvo el mismo problema. Cuenta su historia antes de salir a buscar a Aura, la guatemalteca que ya viene llegando. En la temporada ‘98/’99, subió con otros dos de la patrulla a buscar a un japonés muerto cerca de la cumbre. Subiendo se enteraron que habían encontrado a un canadiense congelado. Entonces, no era uno el “papa” (así le dicen a los que muerden la nieve como última ingesta) que tenían bajar sino dos. El canadiense murió en una difícil posición y el japonés, en cambio, derechito. Cordón pensó que el oriental sería más fácil de descender y pidió que se lo dejaran a él. Pero el japonés se hundía en la nieve. “Nuestro jefe llevaba al canadiense sin problemas.” Entonces, Cordón decidió empujarlo con fuerza hacia abajo. El nipón tomó envión y en una maniobra inesperada se desplazó 10 metros hacia abajo, hizo una “U” y alcanzó la altura de los expedicionarios, pero 30 metros a la izquierda. Cordón y su amigo se miraron, como si fuera un chiste de mal gusto, y emprendieron un camino agotador por el Gran Acarreo. “Mirá, una mula”, le dijo Cordón a su compañero al llegar al cuerpo. No era una mula: era un tercer andinista muerto, pero hace 30 años y dado por perdido. Cordón y su compañero salieron en los diarios.

Todos contentos
Vuelta al rescate de la mujer guatemalteca. Más de 12 personas participan del salvataje. David, el boliviano, es reemplazado y vuelve a Berlín, con sus clientes. Sobre el final, tres rosarinos que pasaron la tarde tomando fernet en la carpa-bar Geotrek se han acercado a los guardaparques. Es medianoche y se han quedado sin radio. Abajo juegan al truco y calientan agua para el resto. Aura Peralta, la guatemalteca, desciende el cerro en camilla y llega a las 2 de la mañana. Tiene una costilla fisurada y un golpe en la cadera que le hizo gritar durante la bajada. Un día después saldrá volando hacia Horcones donde está Pablo Perelló, jefe guardaparque. Y de allí al mismo hospital que su esposo, que todavía no sabe nada. Los rosarinos, cuentan, habían seguido el descenso como un partido de fútbol. Y de pronto tiembla. Hasta 1995, Plaza de Mulasestaba unos metros más abajo. Allí caían inmensas piedras cada vez que el cerro sacudía sus faldas. Ahora estamos a salvo. Las radios chilenas captadas por guardaparques informan dónde fue el epicentro del sismo: cerca de Santiago de Chile, nivel cuatro escala Mercali. “¿Qué pasó, che?”, grita alguien desde otro campamento por la radio: “¿Alguien de ustedes movió al Centinela?”.
Durante la mañana, la mujer es evacuada. Está mejor y se saca fotos con un grupo de japoneses que anda por ahí. Cuando se les pregunta por sus experiencias en la montaña, uno de ellos responde: “Genetic problem. Tenemos pulmones chicos y poca resistencia a la altura. En todos lados, problemas para cerros. Queremos subir y así nos va”. Corre aire fresco. No hay helicóptero por dos días, pero hay que volver de cualquier forma. Entonces, la única opción es caminar. Son 44 kilómetros desde los 4300 metros a los 2850, unas siete horas hasta llegar a la ruta. El oxígeno volverá de a poco cuando termine la Cuesta Brava. Observando la cumbre, surge la pregunta: ¿qué tipo de imán tiene el Aconcagua que todos quieren ponerle un pie encima? ¿Qué clase de sacrilegio pretende hacerle el hombre al Centinela de Piedra? Pero el cerro no se inmuta, mientras siguen pasando los andinistas y aventureros que llegan para subir esta verdadera escalera al cielo.

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