Jue 13.03.2003
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LEJOS EN BERLIN: PRIMERAS IMPRESIONES

La ciudad mutante

Un redactor del No pasa el invierno en una de las grandes capitales de Europa y desde allí cuenta cómo es la cosa. Fiestas rusas, comida turca, construcciones monumentales, ídolos pop, Shakira por todos lados... Todo es posible y todo cabe en una ciudad construida, destruida, dividida, reunida y vuelta a construir.

textos PABLO PLOTKIN
fotos JUAN PABLO CAMBARIERE
Desde Berlín

ESTE LADO
1 Las tATu se besan en un paisaje post-soviético de lluvia y alambre de púas. El turco desliza su faca a través de un bodoque de cordero asado y levanta la vista hacia el televisor. El telón de fondo del video de “All the things she said” no difiere mucho del que se proyecta a través de la ventana de este tugurio de comida rápida, en Berlín oriental. La Warschauerstrasse es, a esta altura del barrio de Friedrichsain, el plomizo taller en el que se trituran los últimos restos de la Guerra Fría. Lo que antes era un colosal depósito de huevos frescos de la Alemania comunista, hoy es la sede central de Universal Music. Entre el río Spree y las fábricas abandonadas, las cosas se descomponen, se derriban y se transforman. Berlín es mutación. Una ciudad que fue destruida en un 80 por ciento, partida en dos, reconstruida a pedazos (según el modelo estético de dos sistemas aparentemente contrapuestos) y revestida a las apuradas. Y en eso están, todavía.
Mühlenstrasse, además de ser una especie de cementerio de la ilusión marxista, se convirtió en un cordón nocturno lleno de secretos. En esos galpones se reúnen vagabundos, fumadores de chocolate (hash) y bailarines aventureros. Friedrichsain es algo así como el nuevo Soho berlinés. Con la reunificación, el gobierno federal suponía que los berlineses del este correrían en masa hacia el oeste. El tiempo produjo el fenómeno inverso: muchos estudiantes y trabajadores jóvenes se mudaron a los barrios orientales, en busca de alquileres bajos y nuevas historias. Así es que Friedrichsain, que era el centro industrial de la RDA y el distrito de los “palacios de los obreros” a lo largo de la Karl Marx Alle –especies de monoblocks de diseño stalinista–, hoy es refugio de intelectuales, punks pobres y punks con teléfono celular, chicas que se sientan a leer a la luz de la vela en bares con música tecno y negros que hablan perfecto alemán. Alrededor de Simon-Dach Strasse, la calle de moda de Berlín, se abren peluquerías, locales de ropa usada, restaurantes indios y clubes nocturnos. El más nuevo, sobre Grünbergerstrasse, lleva el incorrecto nombre de Lee Harvey Oswald Bar, con retratos de frente y perfil del presunto asesino de Kennedy en una vidriera que encandila en plena noche.
Friedrichsain es la síntesis de la metamorfosis alemana: mientras las fábricas esperan su demolición en un puerto sin oxígeno, las ofertas de entretenimiento se multiplican cada semana. En Berlín, las guías de turismo envejecen particularmente rápido.

MOSCU ERA UNA FIESTA
2 Acá viven unos 100 mil rusos. En el último tiempo, el cliché de la colectividad se corrió de la mafia de los restaurantes a las excitantes fiestas que organizan por la noche. Más allá de algunas discotecas (Kalinka, Kesselhaus), las veladas Russendisko, que se celebran una o dos veces por mes en el Kaffee Burger (situado al este de Mitte, el barrio central de la ciudad), tienen fama merecida de ser las fiestas del momento. El ideólogo de esas bacanales es Wladimir Kaminer, estrella de la nueva literatura alemana. Kaminer nació y se crió en Moscú, se mudó al este de Berlín en 1990 y desde entonces publicó novelas y antologías de relatos como Reise nach Trulala (Viaje a Trulala), Militaermusik, Schönhauser Alle y, la más reciente, Russendisko. Básicamente autobiográfico, Wladimir narra con mucho ingenio y sensibilidad el comportamiento del exiliado y las costumbres de la zona oriental del centro de Berlín. Además de las tertulias literarias que organizaba en el Burger, Kaminer inventó estas fiestas para saciar un poco la nostalgia yrecrear el espíritu de desenfreno de las corridas nocturnas en la ex Unión Soviética.
El sábado pasado hubo una. Y ahí llegó Wladimir, vestido de saco y remera estampada con estrella roja, para pasar música durante un par de horas. Kaminer es la contracara del escritor famoso ermitaño. Exaltado al mando de las bandejas, prendió fuego la pista con su mezcla de punk gitano, balalaika, rock’n’roll, ska y pop ruso. Algunos de los artistas que suenan son Leonid Soybelman, Sveta Kolibaba (con su hit “Hey DJ”), Leprikonsi, VV (de Ucrania) y Rot-Front (Frente Rojo), una banda de rusos exiliados en Berlín. Y hasta existe la antología Russendisko Hits, editada por Trikont, un sello de Munich que ya había sorprendido con sus álbumes de hip hop senegalés y tango hecho en Finlandia.
Esa política del desenfreno es la que la colectividad rusa exportó a Berlín y que terminó seduciendo a alemanes, turcos y turistas que de Rusia sólo conocían el vodka Smirnoff. Mientras se proyectan dibujos animados y películas moscovitas, el observador puede distinguir perfectamente entre lugareños y forasteros. Los rusos saben las canciones y comentan entre sí los gags de algún indescifrable personaje animado. Las chicas, que se esmeraron demasiado en plagiar el corte de pelo de esas agentes de Kaos que complicaban las misiones de Maxwell, despiertan no pocas sospechas. Remeras con las siglas CCCP, sombreros redondos de fieltro, abrigos de piel, estrellas rojas... “Sí, hay muchos falsos rusos por acá”, comenta Wladimir Kaminer, escritor y DJ venido del frío.

CRUZADOS
3 Berlín es una ciudad proletaria. El 70 por ciento de la gente no es dueña de su vivienda y en el centro de Berlín quedan cada vez menos berlineses. La historia de la ciudad como botín de guerra, centro de espionaje de la tensión nuclear y espectáculo de la experimentación geopolítica derivó en una especie de desintegración de la “identidad” berlinesa. Para muchos, estar acá es venir de otra parte, ya sea para quedarse o seguir de largo. Muchos llegaron de otros pueblos y otras ciudades de Alemania, lugares donde el nivel de tolerancia a la modernidad suele ser menor que en la capital.
En los setenta, los primeros inmigrantes turcos se instalaron en Kreuzberg, que por entonces era una especie de basural de la Berlín occidental, y generaron allí una pequeña Estambul. El barrio creció al calor de esa diversidad étnica y cultural que conformaban junto a jóvenes, jubilados y okupas, entre revueltas estudiantiles y cierta tensión racial. Hoy, el 40 por ciento de los habitantes de Kreuzberg es turco. Muchos alemanes se quejan de la falta de apertura de la colectividad, que en muchos casos se niega a relacionarse con alemanes y a aprender el idioma. La convivencia, si bien es pacífica, tiende a volverse hostil. En los últimos días, un informe oficial difundió que los alumnos alemanes que comparten el aula con mayoría turca, aprenden menos. Ni hablar de la imposibilidad de los turcos de pisar las zonas alejadas de la ciudad, hacia la frontera con Polonia, donde el malestar alimenta la supervivencia de la ideología nazi. El mecanismo de supuesta defensa es recíproco. Noches atrás, este cronista fue rechazado en la entrada de una fiesta turca. “Turkische party”, espetó el patovica señalando la salida.
En Kreuzberg, de todas formas, las mujeres con pañuelos en las cabezas se saludan con las alemanas en mercados bilingües, o en ferias callejeras desbordadas de productos frescos, baratijas y servicios de toda índole. Los domingos a mediodía, un rincón de la estación de subte de Kottbuser Tor se convierte en una catacumba de transas entre turcos y alemanes marginales. Pero la mayoría es gente de trabajo, y la influencia en materia de comida rápida (el popularísimo y explosivo Dönner Kebap, eso que en Buenos Aires se vende bajo el nombre de Shawarma) quizás sea elpunto más alto de la integración. Sin embargo, el hermetismo existe, y prueba de ello es que, a diferencia de lo que ocurre con indios y paquistaníes en Londres, por ejemplo, o con africanos en París, en Berlín no existe una música surgida de ese choque de culturas. Los turcos conforman una ciudad dentro de la ciudad, una forma de blindaje que responde a un instinto de supervivencia milenario.

SUEÑOS CORTOS
4 En Alemania hay 4,7 millones de desocupados. El seguro de desempleo, por lo general, cubre en buena medida las necesidades de los dos o tres primeros años de un ciudadano sin trabajo, pero los lapsos de inactividad son cada vez más largos. La crisis económica, además de restarle popularidad al vapuleado y moderado –al lado de Bush, claro– canciller Gerhard Schroeder, generó la proliferación de salidas laborales de emergencia. Las empresas “Ich-AG” (lo que podría traducirse como “Yo-Sociedad Anónima”), los trabajos temporales y el tipo de empleado nómade son algunos de los parches en tiempos de flexibilización. Según la revista Zitty, casi dos de cada tres obreros de la construcción trabajan en negro.
Desde luego, acá no hay cartoneros ni villas, pero esta enésima reedición del no future encuentra en las calles de Berlín algunos síntomas concretos: surgieron varias revistas vendidas por desocupados (la Motz, por ejemplo) y el punk volvió a ser una elección existencial. Más allá de los punkies adolescentes que van acompañados de sus madres, muchos desocupados se peinaron una cresta, se perforaron todas sus partes blandas y van deambulando por la ciudad –a veces solos, a veces en grupo, a veces acompañados de perros enormes– en busca de un destino. Hay esquinas de Berlín ‘03 que bien podrían pasar por Londres ‘77.
Y así como se agrandan los problemas para conseguir un empleo al finalizar una carrera universitaria, crece el éxito de programas televisivos tipo “Popstars” (sí, acá también...). “Alemania busca la superestrella”, asesorado “artísticamente” por el inefable Dieter Bohlen (¡no! ex Modern Talking), es un furor de rating y ventas. La semana pasada hubo una especie de debate a escala nacional por la derrota de Daniel. Daniel es un chico bávaro cuyas mayores virtudes y pecados son la juventud (17 años) y su bisexualidad. Tiene el pelo más o menos largo, una sonrisa muy simpática, lentes modernos y no sabe cantar. El hecho es que Daniel, especie de Gastón Trezeguet germano, quedó afuera de la competencia, y el ganador finalmente fue Alexander Iag, un chico ario saludable, hincha del Borussia Dortmund. Ahí están los finalistas de “Superstars”, con Bohlen al piano, cantando la indigesta “We have a dream” por todas partes. El pop prefabricado, el retro ochentoso (el electroclash y la vuelta de la no wave), la electrónica de vanguardia, el folk-punk balcánico, la nostalgia por las canciones de la RDA, los White Stripes en las tapas de las revistas y Shakira empapelando las paredes entre consignas de oposición a la guerra en Irak... Todo eso es Berlín. La capacidad de digerirlo todo, para en algún momento regurgitarlo y convertirlo en otra cosa.

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