Jueves, 27 de septiembre de 2012 | Hoy
LECTURAS DE PRIMAVERA
Cuatro propuestas para florecer literatura.
“Más que sobre artistas de rock puntuales, ¿no se trata acaso de lo que nosotros hacemos con su música, palabras y actitudes?, ¿cómo es que las usamos como armas de resistencia, de oposición y rebelión, incluso las boys band más inocuas podrían llegar a hacerlo?”, le retruca al NO Claude Chastagner cuando se le pregunta sobre qué va su obra. El francés –especialista en música popular angloamericana– en vez de plantear que “el rock está muerto” analiza “cómo es que sigue vivo” cuando se ha vuelto un objeto de consumo más. “La capacidad de la música rock para hacernos autónomos, capaces de definir nuestro mundo y nuestra relación con los otros, depende de nuestra lucidez respecto de ella”, escribe.
Su investigación comenzó al advertir que la publicidad, el sponsoreo, el mainstream utilizaban cada vez más la imaginería del rock. “Mi primera reacción fue dilucidar cómo es que se formó esta burbuja vacía de moda y apariencias que, en realidad, siempre estuvieron en su naturaleza. Al mismo tiempo, la idea de oponerse al poder como forma expresiva sigue siendo fundamental para quienes aman el rock. ¿Dónde nos equivocamos?”, plantea el autor que en su búsqueda puede examinar una mueca de Johnny Rotten, cruzar a la Escuela de Frankfurt con Bob Marley, y describir a la guitarra de Kurt Cobain como liberadora y reaccionaria a la vez. Chastagner maneja con precisión y abundancia el vocabulario rockero, e incluso suma algunos términos como “impostura” (su gran enemigo) y el de “intersticios”, una posible solución a la primera: “Es el poder de revuelta en la música ajena a las imitaciones”, simplifica.
Por sus más de 200 páginas hay capítulos con nombres tan evocativos como Eslóganes, El Ruido y La Furia, El Dinero, La Indiferencia. Lo bueno es que la mezcla no suena a dogmatismo, o al menos se le da sustento a rótulos tan bastardeados como “actitud” o “lo real”. Es un trabajo retrospectivo (hay iconos como Bob Dylan, otros de más acá –P. J. Harvey– y recuperados del más allá –el primer grupo de Vangelis–) aplicado a “lo que la gente hace hoy con la música”. De hecho, su libro viene a sumarse a la importante serie de trabajos que tienen al rock como objeto de estudio. ¿Será que el rock ya no tiene nada para decir pero mucho para interpretar? “No me importa si el rock no tenga nada para decir –responde–. Probablemente eso sea algo bueno. Cuando los artistas quieren ‘decir’ se ponen tediosos, aburridos y –lo peor– sin sentido. El rock es más potente cuando su “decir” es nada, cuando describe pensamientos internos, como sexo, diversión y juega con tabúes. Creo que el buen rock es lo antagónico a los ‘mensajes’. Los mensajes matan al rock. Y tal vez pueda decirse lo mismo de los críticos de rock que interpretan demasiado. ¿Suman o matan? ¿Sirven o no? Quizá nos deberían aplicar el título de un disco de Frank Zappa: Callate y tocá la guitarra; como lamentablemente no podemos hacer eso, he ahí la razón de por qué hablamos.”
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La ligazón de John Waters con lo infame (y por ende el rock) puede palparse en escenas de algunos de sus films. Quienes hayan visto Serial Mom recordarán a las L7 vitoreando desde el escenario a la protagonista a punto de cometer un nuevo asesinato. O los cuadros (anti)musicales de Cry Baby con Johnny Depp e Iggy Pop en la época en que el rockabilly era mala palabra. Y más allá de su propia filmografía también. Chequear sus anécdotas divertidas siempre y bestiales –más aún– en esa suerte de Stand-Up confesional que fue This Filthy World. También por haber puesto su voz y su “alma” al personaje de Javier en el notable capítulo de Los Simpson en que Homero piensa que Bart es gay. Pero, por sobre todo, será por haber culminado Pink Flamingos con una travesti alimentándose con materia fecal canina. Un “Final Feliz” singular al que se refiere en más de una vez en su libro. Cuando narra su encuentro con Johnny Mathis –un teen idol de los ‘60– escribe: “Al oír las primeras notas de Gina arriba del escenario, sabiendo que deberá cantar la misma canción por millonésima vez, ¿se sentirá de la misma manera que yo cada vez que un fanático bien intencionado me pregunta: ‘¿En verdad Divine comió caca de perro?’?”.
A diferencia de lo que dicta su curriculum, en esta obra Waters se muestra reflexivo con su pléyade de exabruptos. Está bien. Hay una sentida defensa de una de las chicas del clan Manson pidiendo por su liberación de la cárcel; el recuerdo de one hit wonders del cine; el retrato de una stripper adicta al crack; el mundo de Baltimore (su ciudad natal y eterno escenario de sus películas); consejos sobre cómo pintarse el bigote y otras malas influencias. Pero ante todo es un ensayo que intenta desandar por qué es que se ha ganado los motes de “Rey de la Mugre”, “Pontífice del Trash”, “Príncipe del Vómito” y –su favorito– “Sultán de la Sordidez”. En el último capítulo, “Líder de Culto”, el director abre con una propuesta tan seductora como irreverente: “Estoy tan cansado de escribir ‘cineasta de culto’ en mi declaración jurada. Si tan sólo pudiese escribir ‘líder de culto’ sería finalmente feliz. ¿Vendrían a un peregrinaje espiritual conmigo? A Baltimore naturalmente (...). El papa Benedicto XVI puede haber denunciado la ‘repugnancia’, pero nosotros somos más inteligentes. La repugnancia es sólo la primera batalla del gusto”.
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¿A quién, además de Skeletor, se le podría ocurrir robar el castillo que le daba poder a He-Man? Realmente. Habría que viajar a Eternia y eso quedaba lejos –por no decir que era imposible–. Ivan Moiseeff, Lorena Iglesias y Esteban Castromán –los tres agitadores de Clase Turista– se anotan en la aventura. Si no hace mucho lanzaron “Mental Movies” (posters y cuentos basados en una película imaginaria y de presupuesto ilimitado), con Saqueos en Greiscol pervierten lo cinético en forma de libro. Es una colección de novelas cortas que desde el título apelan al guiño, a la batidora de géneros bastardos, al pillaje pop, a la violencia –y hermosura– de los neologismos: “Está presente el imaginario de las series de los ‘80 como Brigada A y el animé, pero abordado por lo latinoamericano –explica Moiseeff–. Hay una colisión de Hollywood, por algo es Greiscol y no Grayskull, con algo más propio de lo que puede pasar acá: los saqueos”. En El Tucumanazo, de Esteban Castroman, hay un viaje “infectado por la lógica del videogame” bajo dosis de los slasher films. El héroe es un pibe tucumano que lleva su periplo hasta más arriba del río Grande (o sea, EE.UU.) mientras lo persigue la ley. ¿La razón? Posee el superpoder de matar gente a cabezazos. Jorge Chiesa, en Tony, se mete con el subgénero de “venganza de oficinistas”. Hay morosos, insolvencia y perversión. El autor sabe de lo que habla: no hace mucho trabajó como abogado. “Si querés cyborgs y futurismo tenés a Hernán Vanoli”, invita Moiseeff. Pero atención en Las mellizas del bardo, el terminator que persigue al dúo de pandilleras en el crack del mundial de 2014. Sí. Lionel Messi. Finalmente, en El cañón de Vladivostok, Gerardo Salinas aborda el western y la inmigración ilegal en Amberes, una ciudad belga que tiene tanto de Tolkien como de mafias eslavas y pornografía. Otro escritor que vivió en carne propia (al menos lo que concierne a ser un ilegal en Europa) lo que escribe.
Son todos géneros en lo que la realidad coquetea con la “aventura de lo vertiginoso”, según el editor. Historias bajo el mandato del delirio pero que se desmarcan en la forma y el resultado de los relatos. El otro punto de contacto es su portada. Si en las colecciones Pulp mandaba el erotismo con el halo de los fotogramas, aquí las chicas en peligro (artistas jóvenes reales) parecen estar a un click de distancia por la estética símil Tumblr o Facebook.
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