Jue 27.12.2012
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¿... Y SIN MANAGERS?

EL GRAN CONSEGUIDOR

› Por Javier Aguirre

Cuando lo necesitaste, él estuvo ahí para dibujar cuestiones impositivas, reunirse con (otros) empresarios, gestionar habilitaciones municipales, conseguir acompañantes, organizar conciertos, alquilar equipos, leer letras chicas, abrochar la foto con el figurón, contratar personal o conseguir caterings. Y, especialmente, para hacer números. Porque, vamos, no le vengan al artista con el tedio de hacer números, no; eso conspira contra el flujo creativo, boicotea la mística, desenfoca de la experiencia sensible y mancha la inmaculada tríada creativa de la melodía, la poesía y el sonido.

El manager de una banda —o de cualquier artista, inclusive, de un artista del balón o la raqueta— se justifica a través de los fines lucrativos, sean reales o utópicos. No compone, no canta, no toca, pero —eso se espera— consigue. Consigue cosas, fechas, acuerdos, contratos. Es un conseguidor nato. El gran conseguidor. Y lleva las cuentas. Es el oficinista del rock, es el que tiene permiso para engordar o envejecer sin afectar la imagen de la banda, es el que fuma en puros, es el que se codea con grandes garcas del mundo de los negocios en nombre del grupo, es el que prefiere el escritorio a la sala de ensayo, es el sabe que no se puede vivir del amor a la música y recuerda que hay que generar divisas para pagar las cuentas a fin de mes (las del gas, las del agua, las del dealer).

La existencia del manager parte de un supuesto que invita a la sonrisa: que él es uno más de la banda. Tanto a la hora de decidir como a la hora de repartir. O sea que, ese gordo de traje blanco, cadenas de oro, sombrero texano y puro en el bolsillo, está al mismo nivel que los cuatro pibes ramoneros de chupines arratonados que integran el grupo. Sí, claro...

Es un rol enclavado en la prehistoria del rock, en tiempos en los que la independencia no era una opción (ni mucho menos un paradigma, como lo es hace rato en la escena rocker argentina), y que el objetivo de una banda, cuando hacía el under, era “ser descubierta”. Así, en voz pasiva. Corre 1961: los músicos suben al escenario a mostrarse y, ¡milagro!, entre el público hay un empresario que los ve, los descubre, los entiende, los adora de inmediato y, lo más importante: huele las feromonas de la potencial tarasca. Siente un respingo casi sexual que lo llevará a comprometerse y a convertir esa banda en una Pyme exitosa. Es el modelo Brian Epstein/The Beatles, el mito pseudobíblico en el que se apoyan y al que le oran todos los managers de rock del mundo.

Desde entonces, forjaron su propia historia, sus propios próceres, sus propias páginas negras. Andrew Loog Oldham se convirtió en un Rolling Stone más (consultarlo con los Ratones Paranoicos). Muerto Epstein, Allen Klein marcó en los Beatles el camino sobre cómo pudrirla en una banda. Don Arden (suegro de Ozzy Osbourne y agente de Black Sabbath y Small Faces) se ganó el apodo de “Al Capone del pop”.

Malcolm McLaren pasará a la historia del punk y de Sex Pistols casi en la misma fila que Johnny Rotten o Sid Vicious. La Negra Poli tuvo mejor llegada a Patricio Rey que cualquier bajista, saxofonista o baterista ricoteros. Alejandro Taranto fue la musa repudiada de “El satánico Dr. Cadillac”. Diego Argarañaz está detenido, junto a sus ex managereados de Callejeros, por el desastre de Cromañón.

¿Puede el rock existir sin managers? No hay duda. La burocracia nunca es imprescindible. Sin embargo, es justo decirlo: hasta ahora parece haberlos necesitado bastante. Es que alguien tiene que hacer el trabajo sucio. Aunque a veces el ensuciado termina siendo el propio músico.

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