EXPERIENCIA 1: EL HOGAR
Por Luis Paz
No es la del sol naciente ni está en el medio de la calle. Y aunque no tenga diez pinos, no nos importa. Tampoco que la puerta de entrada aún no esté protegida por una tercera mano de antióxido o que el revoque exterior siga virgen de pintura. Bueno, nos preocupa que no haya goteras, así como que el agua del inodoro corra bien, claro. Pero lo único fundamental de la casa en cuestión es que es nuestra. Nuestra desde que la soñamos al precoz cuatrimestre de haber elegido quedarnos ya siempre juntos. Desde que la diseñamos en Los Sims. Desde que la hicimos, si no con nuestras manos, con esfuerzo. Nuestra desde el lavarropas automático que estrenamos el fin de semana hasta los espirales y las velas del tercer cajón del bajomesada.
Por lo general, el hecho de construir está directamente igualado al de “agregar” algo al mundo: ladrillos, piedra partida, lo que fuere. Pero no sé si estamos de acuerdo: cuando te hacés una casa con la persona con la que te amás, le estás quitando un pedazo al mundo para hacerlo tu lugar. No es una cuestión de propiedad privada, es pura privacidad propia. Una casa, un techo, algunas paredes, una sopapa en el baño y un cuarto kilo de jamón cocido echado a perder en la heladera. Un pozo séptico, unas fiacas, un portarretratos y los restos de un rollo de papel higiénico que se morfó Charo mientras dormíamos en —claro que sí— nuestra cama. La de Ale y mía.
Pero ante todo eso (y el olor a caca de Charo y el olor a caca mía y el olor a caca de Ale, también), siento íntimamente que ésa no es mi casa por haber pagado la mitad de los materiales o por hacer la mitad de las tareas domésticas. Ni siquiera siento que sea nuestra casa porque estén nuestra cama y discoteca. Es mi casa porque allí está Ale, y su pecho es mi casa.
Y sin embargo tenemos también esta casa donde, además de los dos, entra todo lo demás: también los hongos que, eventualmente, atacarán la bañera; el hielo que satura el freezer y sí, qué se le va a hacer, alguna arañita. Todo lo que hay en esos pocos o muchos cincuenta metros cuadrados no entra en el pecho de Ale y, seguro, tampoco en el mío. Pero sí en el de los dos. Nos lo golpeamos —orgullo, pasión y gloria— cada vez que nos servimos gaseosa o nos tiramos en las fiacas o sacamos un paquete de capeletinis de la alacena y alguno dice al otro: “Fah, hicimos una casa”. Si le robamos un pedazo al mundo, que Dios, patria e inmobiliarias nos lo demanden, pero somos culpables de este amor escandaloso que retumba, sí, en nuestra casa.
EXPERIENCIA 2: EL CASAMIENTO
POR JULIA GONZALEZ
“¿En serio te casaste?”, preguntaba mi hermana de diez años. “Es re divertido el videíto, pero... ¿dónde está el cura, la gente? No hay nada”, insistía, después de vernos solos en el mar, intercambiando votos y anillos con la sola presencia de marido, mujer y un paisaje soleado y sureño. “¿Cómo que no, Larita? Mirá el mar cristalino, ese cielo azul, los médanos, estamos los dos con la naturaleza”, quise convencerla con un pensamiento algo hippy del cual estoy yo misma convencida.
Esa mañana habíamos llegado a Puerto Pirámides con la ropa de gala (que no era otra que prendas de bambula blancas) para mojar en el mar al promediar la ceremonia. Caminamos unos kilómetros por la playa en dirección contraria a los turistas, hasta encontrar el lugar perfecto. Apenas algunas gaviotas musicalizaban el tarareo marino. Los votos escritos en papeles cualunques, los anillos y la cámara estaban en la mochila; nos cambiamos en la costa y así montamos el cortejo poético.
Nuestro casamiento dura menos de quince minutos y puede ser visto en un video que ágilmente grabamos entre los dos. No hubo arroz, ni smoking, ni juez de paz. Más tarde me preguntaría si acaso existe una paz más insondable que la del mar.
Todo empezó en noviembre de 2012. Ibamos por la segunda jarra cuando en el Podestá me ofreció casamiento. Tocaban unos amigos y esa noche habíamos estado tomando cerveza en casa mientras bailábamos unos rocanroles de Keith Richards. Si me lo propuso porque estaba borracho, eso no lo sé; lo cierto es que no flaqueó. Nunca se me había ocurrido casarme. ¿Cómo un espíritu inquieto como el mío iría a contraer Santo Matrimonio? El secreto es que el matrimonio, como institución, no nos pertenece. Ni como sacramento, ni como contrato. La idea sigue siendo deconstruir un lenguaje implícito en una historia que es relativa, impuesta por los siglos de los siglos.
Si vamos de lo particular a lo general, puedo decir que a mi edad mi madre tenía tres hijos, una cuarta en camino y estaba a pasitos de divorciarse. Estaba segura de que eso no era lo que el destino tenía para mí. Por eso confío en la búsqueda de algo mejor, que exceda los papeles, las firmas, lo impuesto. Y encuentro que el amor sigue siendo la respuesta.
EXPERIENCIA 3: LA PATERNIDAD
Por Javier Aguirre
Lo más loco es que ahora vive acá, con nosotros. Recorre a upa las instalaciones, con dispersa atención, como un jefe de Estado viendo qué onda en su primera visita oficial a algún lado. Calibra el poder de fuego de su sonrisita, delinea con babita su territorio cual cartógrafo salival, tantea en qué flancos blandos del organismo de los padres clavar sus inspectoras uñitas. Sonrisita, babita, uñitas: recordamos como en una revelación que a veces los diminutivos definen, al mismo tiempo, tamaño y ternura.
Lo más loco es el diseño. No sé cómo era antes —cuando la Revolución Industrial o cuando las cavernas—, pero ahora los homo sapiens vienen bien chiquitos. Así te los entregan. Debe ser la nanotecnología, ¿o acaso el prefijo “nano” no suena como infantil? Fácil de trasladar, ágil, liviano: pesa apenas como una notebook.
Lo más loco es que te recuerda, con culpa, todos los documentales que alguna vez viste —o que se colaron en tu zapping— sobre monos bebé. Lampiño cachorrito de primate que se cuelga de las crenchas (no engrasadas) de mamá. Pulgarcitos oponibles, casi siempre cubiertos de baba, que agarran, inquieren, buscan equilibrios.
Lo más loco es lo poco que pesan algunos miedos. Sorpresa: ni siquiera calculás cuántas aguasfuertes tendrás que escribir para solventar el variable índice de pañales diarios, las vacunas, la baranda contra todo riesgo en la escalera. El dinero puede comprar algunas seguridades, no todas. Una febrícula insignificante alcanza para encender la alerta roja: agarrás el hacha y estás dispuesto a tirar abajo la puerta de la guardia del hospital (¡qué bien vendría una topadora!). Es que basta la salud. La de él.
Lo más loco es cuando descubrís que él te estaba mirando mientras vos estabas, fugazmente, atento a otra cosa. Que esperó la llegada de tu mirada para clavarte una sonrisa franca y artera justo en las aurículas. Y aunque hace rato que no pensás en nada que no sea él, te agarró desprevenido. Te ganó de mano. Te tackleó el alma. Tiene apenas unos meses y ya es más rápido que vos, gil; más rápido que vos, gila.
Lo más loco es que, cuando decimos “nosotros”, ahora hablamos por tres. Amor. Tuvimos cría.
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