Jueves, 28 de febrero de 2013 | Hoy
Por Luis Paz
El pasado sábado 23 ocurrió en un predio de la Costanera Sur el festival de música electrónica Ultra Music Fest, capítulo local de un evento que tiene quince años de historia internacional. Si bien a priori lo notable era la presentación de buenos exponentes del amplio espectro electrónico, tecno y dance, como Armin van Buuren, Carl Cox o Nina Kraviz, y cuando aún las ropas de decenas de miles de asistentes seguían secándose, la noticia cambió de rumbo, se volvió plomiza como el cielo de esa madrugada y vino la tormenta: dos jóvenes varones, de entre 28 y 30 años, fallecieron durante la jornada. Al cierre de esta edición, la hipótesis más fuerte era que sufrieron una intoxicación al combinar alcohol y drogas sintéticas. Por esta misma ecuación, otras seis personas ingresaron a distintos centros de salud porteños durante la misma noche; en este caso, con causa probada y declarada en el policonsumo estupefaciente.
Hay mayor distancia entre estar vivo y estar muerto que entre ser un careta y ser del palo. Por lo tanto, puesto a un lado el ser mojigatos, tenemos que aceptar, ante todo, que hay buenos viajes que pueden terminar si te morís durante ellos; y ya ningún otro viaje será posible. Pero así como no se puede ponderar la viveza de mezclar falopa y escabio o pasta y chupi como si fueran pizza y birra, tampoco es prudente dejar todo librado a la buena de la decisión privada sobre el propio cuerpo. Porque uno puede decidir sobre su cuerpo si, por lo menos, tiene el acceso a la educación sobre el tema y a mecanismos de control. Uno puede decidir drogarse con lo que quiera y, si no involucra a terceros ni lo vende ni lo promueve entre jóvenes menores de edad, está a la buena de su potestad sobre su cuerpo. Pero está de malas si no sabe qué está tomando, si no tiene un entorno saludable, si no es capaz de mesura.
Hace una década que en la Argentina ocurren festivales y fiestas de música electrónica, así como encuentros fortuitos en casas alejadas, en quintas, en playas. No hace falta ser poli para darse cuenta de que en todos ellos hay drogas sintéticas dando vueltas. No es una denuncia: es una realidad. El problema es cuando ni el Estado ni la empresa privada pueden dar un marco en el que eso, que es que algunos (no todos) se droguen —y que fue, es y seguirá siendo inevitable—, sea por lo menos algo no tan peligroso.
Quizá todo haya conspirado. La necesidad de energía ficticia, sintética, para aguantar doce horas de festival. La lluvia, la posible frustración que trajo la tormenta, la posibilidad de un “flash” ampliado de gotas. La circulación, como se maneja en los círculos de asistentes a estos eventos, de pastillas de pésima calidad distribuidas por un transa mala leche. Sí, pero también conspiraron otros hechos ajenos a los asistentes: que cada litro de agua, la cosa más importante para que quien usa drogas sintéticas permanezca saludable, costara 50 pesos —¡como valor promocional!— en una fiesta cuya entrada había salido más de 400. Es verdad que ni la productora ni los DJs ni los que atendían los puestos de venta de comidas y bebidas (champagne con speed, otro combo violento si se está de pastillas) le pusieron un revólver en la cabeza a nadie y le dijeron: “Tomá, drogate y escabiá, subila, dale, subila, ¡rompela!”. Claro que no, pero, asimismo, el hecho del desabastecimiento de agua (algo constante en Creamfields también) sí aumentó la situación de riesgo en todo esto. Que no hubo donde guarecerse de la lluvia y el frío, ni una jodida lona en el piso: todo barrial y nada de techo, agua a doquier cuando se sabía de la tormenta dos o tres días antes. Eso también hace que la salida del predio o la llegada a los puestos de atención primaria de la salud sea algo menos sencillo.
Al cierre de esta edición aparecía la carta de un presunto testigo que afirmó haber visto a un muchacho teniendo convulsiones a la salida del predio, en Costanera Sur, y haber dado aviso al personal médico y de seguridad, sin que le hicieran caso. Resta comprobar esto, así como hay otras zonas grises: las víctimas (aplicarles la culpa es una hijoputez) no fueron identificadas aún. Y ni siquiera es seguro que hayan fallecido a raíz de una intoxicación. Pero, incluso así, es una alerta: en algún momento, quienes están convencidos del uso de drogas tienen que tomar parte activa en algo más que en tomarlas. Es necesario reclamar un plan de reducción de daños. En festivales europeos de este estilo, uno va con su pastilla a una carpita médica y, en forma anónima, la entrega para que raspen un poco, le hagan una reacción química, se la devuelvan y le digan si se la puede tomar tranquilo o no. ¿Somos un país tan en contra de las drogas como para preferir la muerte a esto? Y no hablamos del paco, todavía.
Es que tampoco se puede ser tan cretino: es imposible pasar por alto el hecho de que, en un encuentro de este tipo, con cuarenta mil personas, al menos mil, cinco mil, diez mil o veinte mil, no importa, pero al menos una porción importante (y sólo uno ya lo es) va a drogarse. Y si no lo puede hacer, va a ir drogado. Y no hay que alarmarse sino preocuparse: si eso va a ocurrir, porque hay un derecho (medio difuso, pero derecho al fin) a hacerlo, también hay otro a hacerlo en un marco saludable, como lo hay a comerse una hamburguesa en un marco saludable, pues hay control a las casas de comida rápida. ¿Que las drogas son ilegales? Bueno, pero más importante que “ilegales” es la palabra “son”. Existen, se utilizan. Primero viene el no morirse usándolas y recién después debería llegar el análisis de si hay una adicción, una necesidad, una frustración, ocio, una canchereada, una relajación o un delito en el acto de hacerlo. Basta de joda.
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