VEDAN EL AMOR EN PARQUE CENTENARIO
La prohibición de besarse por parte de un guardia apostado en ese pulmón verde porteño a una pareja originó arrumacos masivos el fin de semana.
› Por Juan Ignacio Provéndola
La imagen parece fuera de época, ribeteada con los tonos sepia del anacronismo. Como en la película Cinema Paradiso, donde el sacerdote de un pueblito siciliano le ordenaba al proyectorista local no estrenar ninguna película sin antes haberle eliminado todas las escenas en las que se vieran besos o abrazos. Esa fue una ridiculez de tamaño calibre que sólo la magia del cine y la astucia del director Giuseppe Tornatore pudieron reconvertir en un inocente recuerdo de la Italia de posguerra. Fuera del celuloide y en nuestro tiempo, sin embargo, una actitud se vio hace unos días en el Parque Centenario, donde una guardiana encaró a parejas que andaban a los arrumacos y a los besos con orden de “sentarse bien”.
Fue un meritorio intento por sumar condecoraciones en las batallas que todos los días le presentan al sinsentido. “¡Lo hacemos por sentido común!”, sentencia, curiosamente, una pareja de guardias que trata de explicar una restricción que no encuentra argumento en ninguna ley escrita que prohíba besarse en Parque Centenario y que muchos de sus compañeros incluso niegan como normativa. Parece, también, un nuevo capítulo de la inexplicable saña que algunos gobiernos le dedicaron al histórico pulmón del centro geográfico porteño, cuyo fabuloso anfiteatro fue incendiado por la dizque Revolución Libertadora y destruido por el intendente de facto Osvaldo Cacciatore, un enfermo por vaciar la ciudad de pobres para llenarla de autopistas antes del Mundial ‘78.
“Haciendo el amor en el Centenario” fue el nombre de la iniciativa pensada el domingo pasado por los vecinos del parque, muchos de ellos reprimidos brutalmente tras protestar por el vallado que el Gobierno de la Ciudad había dispuesto a fines de enero en las doce hectáreas del lugar. De todo tipo, ruido y color; entre novios, amigos o desconocidos; de pie o en el piso; juntos a la par o en la cantidad que se desee. La consigna era simple, clara y poderosa: la revolución del beso, en la cara de los mismos uniformados que habían iniciado su cruzada de manera férrea y silenciosa.
Armados con sus labios húmedos, muchos voluntarios se acercaron a protestar con la trompa en punta, buscando un símbolo de paz que calmara la furia, o un gesto de cariño que le devuelva la sonrisa a la plaza, el barrio y su gente, penosamente acostumbrados al rechinar de las balas de goma y las prohibiciones absurdas. Manón Chapolart es francesa, tiene 27 años y hace cuatro que vive en Buenos Aires. Hizo la convocatoria por Facebook y no pudo explicarlo mejor: “Nos venden encierro, intolerancia y división. Frente a la estupidez, las armas son el amor y el humor”.
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