Jueves, 3 de abril de 2003 | Hoy
MIRANDO LA GUERRA POR TV, Y ALGO MAS...
Seis lugares en el mundo, lejos de Bagdad: Córdoba, Santiago de Chile, Seúl, Madrid, Berlín, Barcelona... Seis miradas diferentes de la tragedia “en vivo”. Así de simple, una vuelta al mundo en dos páginas.
Que Manu Chao, icono “progre”
de la ciudad, haya comenzado su concierto en la sala Apolo con un grito de “No
a la Guerra” no es noticia. La noticia es que quien lo grite sea Amparo.
Amparo tiene dos años y unos ojazos enormes. Va por la calle en brazos
de su mamá y repite la frase como sabiendo de qué habla. Barcelona
por estos días es eso: un continuo grito callejero, a veces precoz e
infantil, pero no por eso menos convincente. Parece haber despertado de un sacudón
de su largo sueño de bonanza europeísta y “rebajas Corte
Inglés”, para comprender que injusticia social puede ser algo más
que no poder comprar el auto último modelo y el celular con cámara
de fotos. El rechazo y la indignación que despierta el apoyo del gobierno
de Aznar a la aventura militar de Bush produjeron una reacción social
inesperada.
Para muestra basta un botón. Andrés, portero comprometido, puso
un cartel en el ascensor en el que pide a los vecinos que colguemos una sábana
blanca “a modo de rechazo a la injusta guerra”. El cartel termina
con una definición irrefutable: “Los iraquíes también
son personas”. Son decenas, cientos y miles los balcones de toda la ciudad
adornados con una simple tela que a veces deja lugar a una consigna pintada
a mano. De todas ellas, la que gana en preferencias es “Aturem la Guerra”
que significa “Paremos la Guerra” en catalán, idioma prohibido
en la época de Franco y al que al belicista José María
Aznar no es muy afecto.
Precisamente “Aturem la Guerra” es el nombre de la plataforma que
agrupa a sindicatos, partidos, ONG y entidades, la cual encabeza y planifica
las acciones en la ciudad. Es tal su repercusión, que el logotipo (una
bomba cruzada por una faja de prohibición) ya pelea en popularidad con
cualquier imagen de La Sagrada Familia. Desde el 15 de marzo, cuando se produjo
la mayor manifestación de su historia (500.000 personas), el movimiento
antibélico fue consciente de su tamaño, fuerza y posibilidades.
Desde entonces, cientos de actividades y protestas inundan las calles. Algunas
muy novedosas, como depositar media tonelada de excremento vacuno delante de
la sede del Partido Popular, hacer explotar miles de globos negros simulando
un bombardeo, bloquear la página web de la presidencia a fuerza de mails,
o un “cyberpiquete” organizado por los estudiantes de varias universidades,
que confluyeron el día de los primeros bombardeos en la autopista que
va hacia Madrid, cortándola por varias horas.
Es tal el tamaño de la indignación que, a veces, supera incluso
el de la organización. Entonces pasa lo que pasa por las noches. “Aturem
la Guerra” convocó a un cacerolazo “al estilo argentino”.
Aunque nadie le tenía mucha fe, fue un éxito rotundo. Toda la
ciudad fue una atronadora mezcla de ruidos. Valía todo, desde elementos
de cocina hasta bocinas de coche o petardos. Ahora, todos los días con
puntualidad europea, a las 22, comienza a escucharse, sin que nadie lo convoque,
el plac-plac de las ollas. Nadie sabe muy bien en qué derivará
todo esto, pero están (estamos) seguros de que nada volverá a
ser igual. Si para la mayoría de los catalanes “Catalunya no es
España” (más bien un país conquistado por la fuerza
en 1714); hoy, las calles barcelonesas demuestran estar más lejos que
nunca de la “conquistadora” España. Por lo menos de la España
oficial.
SEBASTIAN FISCHER
Fotógrafo y periodista argentino, colaborador de la revista dominical
de El País y otras publicaciones catalanas.
CORDOBA
Todos
dudan
Esta es una ciudad inexplicable.
Hace una semana, la calle más conocida de Barrio San Vicente dejó
de llamarse Estados Unidos y se transformó en Irak. Nadie se atribuyó
el hecho, pero los vecinos aprobaron por tv el cambio. Miraban asombrados los
carteles con el nombre histórico de la calle tachado, mientras caminaban
satisfechos por una “Irak” recién bautizada. Mientras tanto,
en el centro de la ciudad, un profesor de Arquitectura sustraía del bar
de la Facultad, ante la mirada reprobadora de sus dueños, la bandera
de la paz que había regalado con su edición el diario local. “Si
ustedes no la usan...”, se excusó. Corrió a colgarla en la
puerta de un aula, alarmado por la ausencia de referencias al conflicto bélico
en la sede universitaria. Nadie lo aplaudió. Las miradas se prolongaron.
Esta vez, colegas y alumnos, le recriminaron en silencio su afán por
recordarles una guerra que no tenía nada que ver con ellos.
Por un lado, las tertulias antiamericanas, los discursos generales en contra
de la invasión de Estados Unidos a Irak y las burlas al presidentemono
(George Bush), indican que participamos, también acá, en esta
ciudad de provincia de país sudamericano, de la Guerra. Por el otro,
algunos ámbitos como el universitario o el intelectual, no han dado mayores
señales. Aunque parezca mentira, salvo una declaración de condena
del Consejo Superior de la Universidad que se emite por televisión, el
compromiso con la guerra más disparatada de la historia de esta Universidad
que gestó la Reforma del ‘17 y participó del Cordobazo, es
casi nulo. Algún cartel de agrupaciones estudiantiles, perdido entre
horarios de consulta, nombres de aulas y profesores, recuerda que ahí
afuera, está pasando algo grave.
El 24 de marzo hubo una “multitudinaria” marcha para recordar otro
aniversario del golpe y pedir por la paz. Seis mil de un millón es para
Córdoba un número por demás positivo. El 28 de marzo, el
Comité Interreligioso convocó a creyentes y ateos a movilizarse
contra la guerra y rogar por la paz. Hubo otros seis mil, cuatro días
después. De la población ausente, algunos miles creen que no tiene
sentido molestarse por una guerra que se libra más allá de los
mares (más si ni siquiera tenemos puerto).
Eso sí, la guerra se vive por televisión. Pero ahora se duda.
Del atentado terrorista a las Torres Gemelas, de la existencia de Bin Laden,
de las armas químicas y los dobles de Saddam Hussein, de la urgencia
de liberar al pueblo iraquí, de la repetida cantidad de kilómetros
que separan a los aliados de Bagdad, de la toma de Basora... En suma, se duda
de toda historia contada desde el Norte. Si hasta los chicos cordobeses de escuela
primaria se dan cuenta. Opinan en TV que el petróleo no justifica la
guerra, que Bush no tiene derecho a invadir Irak por más malo que sea
Saddam, que siempre muere gente inocente...
Los que tienen cable pasan por alto CNN o se detienen un minuto, “para
ver qué mentira dicen los yanquis ahora”. Los que no, saben que
no pierden nada porque los noticieros de aire transmiten imágenes de
la cadena árabe Al Jazeera. Imágenes de artesanales triunfos iraquíes
o de daños colaterales provocados por la (poca o demasiada) Inteligencia
de los aliados, alegran o indignan a esta ciudad que, al menos de intención,
tomó su partido.
Se duda también de la victoria norteamericana.
Y se siente nostalgia por Vietnam.
EUGENIA GUEVARA
BERLIN
Markus
Pocos días antes
de llegar a Berlín supe que Markus, el amigo alemán que me daría
alojamiento, partía a Medio Oriente para cubrir la preguerra. Me dejaba
las llaves de un departamento en el barrio oriental de Friedrichsain, una heladera
llena y un set de televisión equipado con DVD. En esa gigantesca pantalla
plana vi los avances de una guerra que prometía espectacularidad y eficiencia
record. Tenía pocas noticias de Markus. Inge, su novia, me decía
que estaba bien; cansado, con algo de diarrea y unas líneas de fiebre,
pero bien. Sus notas desde Kuwait y Bagdad, publicadas casi a diario en la versión
internética de la revista Spiegel, eran muy buenas. A medida que su trabajo
en la zona de conflicto mejoraba, su fecha de regreso era cada vez más
incierta.
Me acostumbré a vivir solo en Berlín. Frecuentaba bares, recibía
su correspondencia y usaba su computadora portátil, en cuyo disco rígido
me topé con un testamento escrito a las apuradas. Un par de días
antes del primer ataque, dos personas que conocí en la ciudad me dijeron
que habían visto a Markus por televisión, en el noticiero vespertino
más popular de Alemania. Daba testimonio como uno de los periodistas
que abandonaban Irak antes de los bombardeos. Junto con diplomáticos
y colegas, huía por tierra a Ammán, Jordania. Allí tendría
que ocupar una habitación de hotel equipada con CNN y enviar sus últimos
reportajes desde Medio Oriente, historias más o menos cercanas de las
primeras horas de la invasión.
Pero Markus sólo pensaba en regresar a casa. Se había ido de Bagdad
con la sensación de dejar atrás a personas demasiado seguras de
sus desgracias: los iraquíes tenían tanto que temerles a los misiles
como a la sequía. Los que podían se sumaban a los contingentes
occidentales hacia la frontera, entre ellos un tipo muy simpático que
condujo a Markus a tierra segura.
Yo asisto a la guerra desde una de las capitales del movimiento pacifista. Mi
barrio en Berlín se llenó rápidamente de consignas antibélicas
y la figura de Bush, un John Wayne de aspecto retardado, pasó a ser material
de distorsión gráfica. Al igual que la cara de Saddam Hussein,
convertida en icono pop en afiches promocionales de foros de discusión.
Cuando vi los primeros estallidos vía satélite, me dije que toda
esa estetización de la guerra era tan horrenda como los videoclips de
la BBC que combinan explosiones y música tecno. Todo es un poco irreal
desde acá. La multitudinaria marcha de estudiantes en Alexanderplatz,
la primera mañana del comienzo de la operación militar, tuvo algo
de Día de la Primavera, la verdad. El espíritu general era curiosamente
festivo. Las manifestaciones de protesta contra las guerras modernas generan
una angustia particular, porque su alcance es demasiado abstracto en relación
con la velocidad concreta de los ejércitos. Supongo que es lo único
que nos queda, por ahora.
Cuando Markus volvió a Berlín, el primer domingo en guerra, parecía
un poco aturdido, como si acabara de salir de una larga anestesia. El tipo vivaz
que yo había conocido en Buenos Aires volvería recién al
cabo de un par de días. Lo había mareado la experiencia de pasar
algunas semanas en una ciudad a punto de ser cocinada. Especialmente el escape.
Me contó algunas historias cortas, como el partido de fútbol que
jugaron iraquíes contra escudos humanos occidentales. Los iraquíes
ganaron 5 a 2, me dijo, y un argentino con una camiseta de Batistuta hizo uno
de los goles del descuento. Me sonrió amargamente, bebió unas
cuantas cervezas, salió al balcón a tomar aire frío y luego
se fue a dormir. Pensé en la guerra, en un lugar en guerra. Debe ser
extraño acostumbrarse a ese estado de alarma y permanecer. No resistir,
ni tomar las armas; simplemente permanecer. Por lo que me contó Markus,
en Bagdad casi todos se dedican a eso. A esperar. Y ya no esperan nada del mundo.
PABLO PLOTKIN
MADRID
La
crispación
Elegí una población
española, la que quieras: te aseguro que allí hoy ha habido, o
va a haber, una nueva movilización popular contra la guerra y -sobre
todo– contra la bochornosa gestión del gobernante José María
Aznar en este asunto. También te advierto que dicha concentración
se va a ver minimizada por las fuentes y los medios oficiales: por obra y gracia
de la censura y la manipulación, 2 millones de ciudadanos en la calle
se convertirán en 800 mil, 50 mil almas, en 5 mil, y 2 mil en “un
grupúsculo reducido”. Acuso el divorcio entre el gobierno aznarista
y el pueblo español, y para hacerlo será justo que me remita a
datos objetivos, a números. Y qué dato más objetivo que
éste: el 91 por ciento de la población española se manifiesta
en contra de la participación de España en la guerra. El dato
pertenece a una encuesta oficial realizada un mes antes de comenzar la contienda;
imagínese ahora un consenso aún más rotundo. Pero España
participa, y además promociona e impulsa esta indigna, esta sucia guerra.
¿Cómo? Enviando soldados, enviando un buque hospital (se supone
para las tropas aliadas; dudo que sea para atender a los niños y mujeres
que estamos ayudando a mutilar); ha cedido incondicionalmente sus bases (en
Cádiz, Murcia, Zaragoza, Madrid) y abierto el espacio aéreo para
peligrosos ejercicios militares (como que aviones B-52 cargados de bombas reposten
en pleno vuelo). Que la tercera guerra del Golfo (la primera fue la que enfrentó
a Irán e Irak entre 1980 y 1987) se esté librando por cuestiones
petrolíferas no es algo que vaya a sorprender a nadie a estas alturas,
pero sí debe servir para recordar un dato importante: que el servilismo
ibérico hacia la administración Bush llega apenas un par de meses
después producirse la mayor catástrofe ecológica producida
en España: el hundimiento del petrolero “Prestige” frente a
las costas gallegas. La guerra del crudo llega cuando aún la mitad de
las playas de España están cubiertas de negro.
Muchos –confieso que yo era uno de ellos– pensábamos que cualquier
gobierno consideraría una temeridad inaceptable participar en una campaña
de esta naturaleza cuando en su propio suelo 40 millones de personas clamaban
contra una catástrofe de dimensiones colosales. Nos equivocábamos.
Errábamos si éramos tan ingenuos de pensar –por mucho que
así lo indique la Constitución Española– que sólo
el Rey podía suscribir el lenguaje de la guerra. Tuvimos que asumir que
la cosa era más grave de lo que nunca hubiéramos imaginado cuando
vimos a José María Aznar hablando en español –¡con
acento tejano!– tras pasar un fin de semana en el rancho de Mr. Bush.
La crispación: cuando vemos por TV cómo un concejal del partido
en gobierno se abalanza a tapar la boca de un adolescente que, en presencia
del presidente, grita: “¡No a la guerra!”, cuando se nos comunica
que en la castigada Galicia un ex ministro franquista llamado Manuel Fraga Iribarne
ha prohibido colgar en las ventanas el lema ecologista Nunca mais, cuando se
cancela el Día Internacional del Teatro por motivos de seguridad, cuando
el Ayuntamiento de Madrid se saca de la manga un impuesto que deberán
pagar los que convoquen manifestaciones en previsión de los posibles
desperfectos. La respuesta: en las próximas elecciones del 25 de mayo.
Sólo vencer el orgullo político y retirarse de esta guerra infame
podría enderezar la intención de voto favorable al gobierno del
Partido Popular, que cae en picado cada día, que ya ve a diario la deserción
indignada de alcaldes y concejales. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Y
cómo no hacerlo? Todo esto, querido lector, para decirte que, desde mi
punto de vista –que es el de millones de españoles–, España
vive un dramáticoclamor político que tiene todos los visos de
convertirse en un nuevo relevo político. Pero qué poco importa
eso: mientras yo escribo y tú lees, siguen cayendo los misiles sobre
Irak.
POR BRUNO GALINDO BG
(Buenos Aires,
1968) reside en Madrid desde principios de los ‘70. Escritor y periodista
(El País, Rolling Stone), ha viajado recientemente a Bagdad, y escrito
artículos sobre la situación en Oriente Próximo.
SANTIAGO DE CHILE
Provincianos
Avanzados los veinte primeros
minutos de los noticiarios, se introduce por estos días en Chile lo que
junto a unos amigos hemos bautizado como “el pase a la provincia”
(con más ironía que desprecio, por cierto, pues la vida en provincia
nos motiva la mayor de las envidias). Es cuando se habla no de regiones sino
de nuestro país en el contexto global.
Desde el presidente Lagos hasta la más pequeña escuela básica
comunal se esfuerzan noche a noche por hacernos creer que somos parte activa
de la guerra librada en Irak, y buscan para su figuración excusas tan
largas como es la distancia que nos separa a los chilenos no sólo de
Bagdad sino del mundo entero. Apenas los halcones dieron el vamos al bombardeo
“liberador”, Ricardo Lagos tomó el podio para tranquilizarnos
y asegurarnos de que la guerra “no perjudicará por ahora a Chile”.
Con un paternalismo del todo innecesario, pretendía recordarnos que podíamos
dormir en paz, que el gobierno se encargaría de que las bombas del Medio
Oriente no alcanzaran nuestras costas.
Su arrullo cómico y extemporáneo –cuánto lo extrañamos
cuando se destapan nuevos casos de corrupción– abrió la puerta
para un sinfín de declaraciones, debates, marchas y pronunciamientos
que día a día se esfuerzan por traer el mundo a Chile. Pero sólo
logran recordarnos que al mundo nunca le ha importado mucho Chile (colgamos
del mapa, amigos). Con el sello del absurdo habitual en nuestra vida política,
el tema bélico se coló en la agenda del gobierno: aplaudido por
su valentía en “lamentar” a nivel oficial el ataque aliado,
recelado desde el mundo empresarial por los efectos que este disenso podría
tener a nivel de negociación de un próximo TLC, alabado por Los
Prisioneros en su más reciente show en vivo “por tener los pantalones
para decir que NO a Bush” y, finalmente, desenmascarado en su doble discurso
por el embajador chileno en Ginebra, quien fue despedido por votar a favor de
una mayor investigación de la ONU sobre la situación humanitaria
generada por la guerra.
Los chilenos encontramos, entonces, resquicios por donde colar un afán
de protagonismo que no alcanza a desviar la atención sobre lo que verdaderamente
importa. Y, de ese modo, el irritante belicismo que hoy se nos impone desde
el Primer Mundo logró un efecto colateral inesperado: marcar, una vez
más, la distancia entre el Chile del poder y el del ciudadano de a pie.
El primero, ocupado en que su insignificante voz internacional tenga un peso
digno de titulares; el segundo, ofuscado por no poder hacer más que marchas
pacíficas para manifestar su molestia. La guerra es tan nuestra como
de cualquier nación hoy mínimamente lúcida para verificar
su sinrazón. Pero el modo de insertar esa inquietud en el debate fue
esencialmente chileno, en el peor sentido de la palabra. No es nuestra pequeñez
geográfica lo que importa sino la limitación espiritual para no
ser capaces de desviar los focos, al menos durante unos meses, y hablar de quienes
sí los necesitan.
MARISOL GARCIA
Redactora del diario El Mercurio, colaboradora del sitio rockcritics.com
y actualmente editora de una revista de actualidad en Chile.
SEUL
Todo
amarillo
Seúl es rarísimo,
y más en guerra. Ni se preocupan, ni se mosquean. ¿Será
que están tan acostumbrados a la guerra? Yo realmente estaba muy asustado,
hasta desesperado, y para colmo desde allá me llegaban los ¡Volvé!
¡Basta! ¡Ya estuviste mucho en Seúl! Pero soy cabezón,
y nos quedamos mis miedos y yo. Lo mismo pasó cuando meses atrás
Corea del Norte empezó a molestar con su armamento nuclear. Primero,
que tenían 400 mil misiles listos para teñir de fuego Seúl
y Japón y dejarlos hechos cenizas (palabras textuales del presi de Corea
del Norte), después los tres misiles lanzados al mar de Japón,
después las amenazas de una guerra nuclear inminente, y finalmente, hace
una semana, EE.UU. y Seúl realizando maniobras militares conjuntas. Sí,
justo en medio de la invasión a Irak, ellos juegan a la guerrita acá
también, como pa’ molestar, ¿vio? Trajeron 24 aviones de
los grandotes, portaaviones y toda esa parafernalia yanqui, y los del norte
reaccionaron mal. Pero los seulenses siempre igual, o sea, nada de miedo.
Por las dudas, cada vez que salgo a la calle miro para arriba a ver si caen
bombas, un avión a chorro puede ser un bombardeo, un ruido fuerte puede
ser una explosión. ¿Paranoia? También averigüé
dónde era mejor ir en caso de bombardeo, y me anoté en la lista
de evacuación de emergencia en la embajada argentina. Miedo, pero con
una nueva sensación. Antes, en la Argentina era: “¿Hoy me
chorearán?”, “¿Da para caminar por acá?”,
“¿Otra vez Menem?”. La violencia que todos conocemos, y que
acá no existe. Debo admitir que es muy lindo caminar a cualquier hora
de la noche por cualquier lado y no tener ese tipo de temores.
De todas formas, como teoría básica de Seúl, llegué
a una conclusión: los coreanos son ilógicos, para todo, no se
manejan bajo ningún parámetro que nosotros conozcamos. Todo parece
tener una lógica más fácil, la del consumo. Por ejemplo:
es extraño, pero desde que se desató la guerra, viene mucha más
gente al show. Quizás es una forma de defensa, una cuestión de
vitalidad. Frente a la muerte, “cojamos que se acaba el mundo”. No
es algo necesariamente malo, como verán. Quizás sea una forma
saludable de huir de la información. Los medios aturden. Te tiran tanta
información insustancial mezclada con algo que puede resultar interesante,
que tienden a lobotomizarte. Y además me parece que dan algo de pánico
paralizante. Entonces, ¿cuánta atención se debe poner en
la información? Desoír un poco, olvidarse un poco, te puede salvar.
Cuando se desató la guerra de Bush por el petróleo, en la hermosa
tele coreana (que se merece un capítulo aparte) pasaban Rambo 3, esa
en la que Rambo pelea con los árabes. De repente apareció todo
tipo de películas yanquis de guerra. Muuuuuuy loco... Me hizo acordar
un artículo en el que contaban que en Chile, en el ‘73, desde el
primer momento del golpe, en la tele pasaban sólo dibujitos animados
de Disney. A pesar de todo, el otro día el maestro buda organizó
una gran marcha. Después se pudrió todo con la cana. Los seulenses
se la bancan y mucho. También me parece que acá no hay represión
indiscriminada, eso ayuda, pero, ¡cómo cobraron los canas! Creo
que ellos, al contrario de lo que pasa en la Argentina, también se sienten
seulenses y humanos. Saben de dónde viene ese odio que lleva a protestar
de esa forma.
Así fue que sobreviví a todos mis miedos, a la guerra, a los bombardeos
norcoreanos, a los coreanos, a su cultura, y cuando ya me estaba preparando
para disfrutar mi último mes... Patapúfete, me anuncian que en
dos semanas viene “el viento amarillo”. ¿Qué es eso?
Es un viento fuerte que viene de China y que tiñe todo de amarillo. ¿Qué
es ese polvo amarillo? Desechos tóxicos de la industria china, que llegan
siempre en elmes de abril. La puta madre que los reparió. Nos aconsejaron
salir con barbijo a lo Michael Jackson y cerrar bien las ventanas de casa. ¿Qué
más falta? ¿Que en mayo nos anuncien que es la época de
apareamiento de Godzilla y que tenemos que salir con cinturón de castidad?
Bueno, no importa. Me voy a ver la tele.
SEBASTIAN PIRATO
Integrante del elenco de la compañía De la Guarda, que actualmente
presenta su show "Período Villa-Villa"en un teatro de Seul,
capital de Corea del Sur.
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