AGUAS(RE)FUERTES
› Por Juan Ignacio Provéndola
Recortando el cielo plomizo con actitud desafiante, detrás del acceso principal emerge una amplia fachada en la que conviven la vieja denominación del edificio con la actual. Se leen Escuela de Guerra Naval y Archivo Nacional de la Memoria, este último por debajo de aquél, como si estuviera subrayando el eufemismo. ¿Quién mandaría acaso a sus hijos a un colegio donde enseñan a matar o a morir? Visto en perspectiva desde la Avenida del Libertador, un mástil izado le da entidad conceptual a la postal atravesando ambas leyendas en un involuntario nexo simbólico que une guerra y memoria, quizá las metáforas más acabadas de lo deleznable y de lo redentorio, y las interpela con el flameo inquieto de una bandera excitada por los vientos de ese río que dio origen a nuestra modernidad recibiendo el esperma de este crisol de razas y arrojando los granos que nos convirtieron en la alacena del mundo.
Durante septiembre se celebró el Mes de la Juventud, algo que ocurre en la ex ESMA por segundo año desde que fue revalorizada como Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos. Exposiciones, artistas en vivo, talleres, encuentros y charlas marcaron una agenda que, tal como sucede desde 2004, busca resignificar las pesadas cadenas de un pasado cuyo entendimiento (gracias a iniciativas como éstas) está más claro ahora que hace diez años, cuando la derogación de las leyes que impedían el juzgamiento a genocidas era apenas el arrebato utópico de un puñado de legisladores de izquierda censurados por los bloques mayoritarios del Congreso.
Un pasado, por cierto, que no se momifica, sino que vive en tensión permanente allí donde sea que pongamos el ojo: la Plaza de Armas desde la que partían los helicópteros hacia los vuelos de la muerte transformada ahora en un colorido auditorio popular, la Casa de Suboficiales a disposición del Equipo Argentino de Antropología Forense, uno de los más prestigiosos del mundo, oscuros pabellones intervenidos por H.I.J.O.S., Madres y Abuelas, o el tenebroso Casino de Oficiales, donde funcionó el centro clandestino más aberrante de nuestra historia entera, escrutado con celo por una réplica de la Carta Abierta que Rodolfo Walsh escribió para morir de pie y legar un ejemplo degradado por aquellos colegas que se proclaman militantes sólo por hablar fuerte, fruncir el ceño y redundar en lugares obvios, cuando no errados.
En la entrada, un discreto memorial sobre Miguel Bru recuerda que la violencia institucional es el pasivo moral de una orgullosa democracia que saldó varias deudas pero que aún conserva otras, esperando ser honradas con impulsos más emparentados con aquellas reivindicaciones históricas que con las urgencias electorales impuestas por los miopes que banalizan la discusión sobre seguridad y delito reduciendo al Estado a la dimensiones de un bastón de policía.
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