EL NUEVO DISCO DE MARILYN MANSON
Auténtico decadente
El hombre indicado en el lugar correcto. Para un disco que se titula “La edad dorada del grotesco”, nada mejor que presentarlo en Berlín, capital europea de la cultura cabaret en las primeras décadas del siglo XX.
Por Pablo Plotkin
Desde Berlín
¿Qué pasa si el candidato a anticristo es una persona mucho más sensata que el párroco del pueblo? Así están las cosas en los Estados Unidos. Tiempos difíciles para el shock-rock. Cuando Marilyn Manson modeló su Portrait of an American Family (1994), durante la primera presidencia de Clinton, el papel de villano pop estaba vacante y tópicos como satanismo, promiscuidad y aberración odontológica todavía herían susceptibilidades. La transparente brutalidad de Bush puso las cosas más difíciles. En sus comienzos, la estrategia de Marilyn era atentar contra la presunta moral media de su patria oponiendo una estética del espanto más o menos previsible (y con reacciones conservadoras decididamente previsibles). Nueve años después –y acusaciones de instigar a crímenes juveniles mediante–, Manson se convirtió en un manual de instrucciones de su propia obra. “Ya no soy un artista, soy una puta obra de arte”, canta en “(S)aint”, una de las canciones de su nuevo disco The Golden Age of Grotesque, que sale a la venta el 13 de mayo.
En un esfuerzo por recuperar el impacto perdido, el ex Reverendo juega a ser un historiador del desequilibrio. El concepto grotesque se sostiene en buena medida en lo que ocurrió aquí en los años ‘20, en tiempos de la libertaria República de Weimar. Cuando todavía se respiraba la pólvora de la Primera Guerra Mundial, Berlín fue la capital del cabaret político, el arte de vanguardia, la bohemia y el sexo libre. La experiencia democrática fracasó económicamente y, a largo plazo, asistió a la construcción del poder de Hitler, pero su incidencia cultural todavía perdura. Manson tomó algunas referencias de la época, las mezcló con íconos distorsionados de la cultura popular yanqui y diseñó un modelo de impacto basado en la yuxtaposición de estéticas. Eso es lo que presentó días atrás en el escenario del suntuoso Volksbühne de Rosa Luxemburg Platz, en una velada “exclusiva” que dio en llamarse “Grotesk Burlesk”.
En el vestíbulo del teatro, la crema neogótica de Berlín mostraba su ropa de gala y sus peinados Out of Bed, hit de la cosmética capilar alemana, un producto que te deja los pelos como si acabaras de despertarte. Entre todos ellos, un grupo de boy scouts con las cabezas vendadas y orejas del Ratón Mickey marchaba a paso de androide. Se exponían pinturas firmadas por Manson y gigantografías del arte del disco, responsabilidad del artista vienés Gottfried Helnwein: Marilyn como un Mickey blanco y dopado, Marilyn como un Mickey negro con extrañas prótesis dentales, Marilyn como una especie de oficial del Tercer Reich, mitad maléfico, mitad puta... Y de pronto Marilyn en persona, espigado y de buenos modos, metido en traje y galera rojos, moviéndose como uno de esos anfitriones dispuestos a conversar con cada uno de los invitados. Claro que la cámara de MTV Alemania lo asaltó con un flashazo y ahí se detuvo él, rodeado de sus ratoncitos lobotómicos y de su amigo vienés, para explicar de qué se trata eso de la edad dorada del grotesco. “Esta es una imagen de inocencia y una de pesadillas infantiles”, dijo señalando a los mickeys. “Esto es crecer en Norteamérica: los extremos contrastantes entre belleza y fealdad.”
Aunque su disco se sostenga en la abundancia de estéticas más que en un ordenamiento conceptual, Marilyn siempre suena racional y, a esta altura, mucho menos impactante que cualquier miembro del Pentágono. El problema es que, al menos en este caso, las aspiraciones de Manson como diseñador de imagen y portavoz de la sensatez perdida (dicho esto sin ninguna ironía: basta ver el documental Bowling for Columbine, de Michael Moore, para confirmar su lucidez) no encuentran un correlato directo en las canciones. Desde las butacas del Volksbühne, periodistas y fans selectos pudieron escuchar, en penumbras, la reproducción completa de The Golden Age of Grotesque, otra entrega del heavy industrial fundado por Nine Inch Nails yllevado al pop histriónico por Marilyn. Pero mientras discurso y arte gráfico se transforman de acuerdo con su visión del “nuevo orden mundial”, sus textos apelan a las armas de impacto más elementales: juegos de palabras y promesas para excitar a preadolescentes (“Hijos de puta: ¿están listos para la nueva mierda”, canta en “This Is The New Shit”, también incluida en la banda de sonido de la inminente Matrix Recargado.) En términos de sensibilidad e ingenio, hay una brecha insoslayable entre el Manson pensador y el Manson escritor de canciones.
“Va a ser como la Berlín de Weimar antes de que fuera censurada, va a ser decadente y entretenido, y eso me gusta. Me gusta usar corbata”, había dicho. Cuando se abrió el telón, Marilyn apareció anunciando las atracciones de la velada y aludiendo brevemente al intento de crucifixión por parte de la “América” conservadora. Entonces se proyectó el video de “mObscene”, que en estos días ya está en la televisión de todo el mundo: vedettes, elefantes, siamesas; Manson como un engendro de vaudeville contaminado cantando acerca del dolor, la difamación, el sexo, las drogas...
Más tarde reapareció volcado sobre una mesa, como un borracho melancólico, en medio de una escenografía de burdel años veinte y una orquesta lánguida que sonaba de fondo. Dita Von Teese, su novia, surgió como la perfecta reencarnación del fetiche pin-up Betty Page. Todo curvas, ofreció un strip tease casi onírico y concluyó el acto metiéndose en una copa de champagne gigante, dando vueltas como un trompo y salpicando a la gente de las primeras filas. “Este álbum trata acerca de la expresión”, explicó Manson. “La imaginación y la personalidad del individuo no pueden ser coartadas por mentes estrechas o definidas por nadie. El genio de las artes encuentra su santuario entre los chicos y los locos para sobrevivir. Eso es lo que somos.” Al tiempo que sus discos parecen importar cada vez menos, Manson funciona como una voz imprescindible de la conciencia artística norteamericana. Es casi una deshonra para un provocador genuino: en el Reino de Bush, un tipo que intenta desestabilizar termina siendo uno de los pocos que mantienen el equilibrio.