Una noche, en Capilla del Monte, vi un ovni. Aunque pretendan desinflarme la ilusión diciendo que eran satélites, seguiré fiel, loca u obstinada, creyendo que lo que vi esa noche, a un kilómetro del Uritorco, era un ovni. No pasarán quienes pretendan aguarme la quimera de saber que no estamos solos, de que el humano no es lo más importante de todo. Sumo un poroto a los griegos, con su creencia de que la Vía Láctea es leche derramada del pecho de la diosa Hera. Atribuyo poesía a los vikingos, que creían que la galaxia es el destino de las almas de los muertos. ¿Por qué no cuestionar lo que viene dado? ¿Cuánto de fábula hay en creer que los seres que habitan donde nuestro entendimiento no tiene acceso, superan el cine de ciencia ficción? Chocarán los cinco conmigo Steven Spielberg, Fabio Zerpa, Benjamín Parravicini, Giorgio (de Alienígenas Ancestrales) y Pedro Romaniuk. Así que reafirmo: una noche, en Capilla del Monte, vi un ovni.

Parábamos en una cabaña lejos del centro, con calles de tierra sin nombres ni faroles. De noche había que llegar con linterna e intuición. Y mientras caminábamos a ciegas, lo vimos: estaba haciendo las señales en el cerro. “Son ovnis”, aseveró una pareja que miraba hacia arriba. Corrimos a la cabaña, subimos al balcón que daba al Uritorco y lo vimos en primera fila. Una luz blanca y potente se movía hacia arriba y hacia el costado en ángulo recto sobre la vegetación del cerro. Se apagaba por un segundo y volvía a prenderse. El recorrido era el mismo, abajo y al costado, rápido, a un lado y al otro. Estábamos mudos y así nos quedamos un rato hasta que nos dio hambre. No fui a Capilla en busca de extraterrestres, pero sabía que algo podía pasar. Con la certeza de que con esos otros seres estaba todo bien, compartiendo el espacio, bajamos, prendimos las luces de la cabaña e hicimos pan casero.