Jue 14.11.2013
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RIKI MARAVILLA íNTIMO

Corto circuito

El petiso se destapa como nerd de las consolas y las computadoras, al tiempo que sostiene el peso de 25 años de carrera sobre sus hombreras con voladitos.

› Por José Totah

Podría ser un grupo de oficinistas cambiándose en la previa del fulbito de los jueves. O un puñado de operarios calzándose el mameluco para fichar en el primer turno. Podrían ser mil cosas. Pero les tocó ser la banda de Riki Maravilla. Es la única opción posible en este camarín descascarado, a las tres y media de la mañana, sin drogas ni alcohol ni groupies dispuestas a todo. El show de Riki arranca a las cuatro y él no necesita cambiarse. Vino de fábrica con su enterito blanco, todo hombreras y voladitos, mezcla de general de escritorio y Elvis a escala. Se podría pensar que nació así, que la partera no dijo “es un varón” sino “es Riki Maravilla”. Y que después los enfermeros se pusieron a hacer rondas y a cantar aquello de “qué tendrá el petiso que las vuelve locas”.

Este camarín, el cuartucho de un boliche palermitano donde ocurre la reunión con el NO, es un cuartel de viejas glorias. El percusionista, hombre de gorrita blanca que ronda los 70, es responsable de muchos hits del firmamento cumbiero, como el famoso A mover el esqueleto, delicia de amanecer de casorio. El hombre, Coco Barcala, creador de La Charanga del Caribe y embajador de la cumbia argentina de los ‘60, es uno de los músicos que más aportaron a lo que, décadas después, se llamaría la Movida Tropical, capitaneada por Riki, Alcides, Gilda y los ídolos seborreicos de Comanche, Ráfaga, Grupo Sombras y Volcán. Al punto de que Riki, Alcides y Pancho de La Sonora Colorada se unieron a Marixa Balli para el flamante combo Los Magníficos.

Justito al lado del Coco hay otro prócer que contempla en silencio. Con sólo verle la estampa se sabe que tuvo un pasado importante que todavía lo habita y, en el mejor de los casos, lo mantiene en ruta. “Ese es Toti Giménez, el creador de Gilda”, avisa, en un susurro, un flaco que aparece sólo para soplar ese dato. Lo confirman sus compañeros y Google no siempre miente: Giménez fue tecladista, compositor, manager y productor de la virgen celestial de la cumbia melódica.

“Estuvimos toda la tarde con Toti armando y desarmando una computadora”, tira Riki cuando llega. ¿Para qué arman y desarman computadoras? Aquí la respuesta: Riki Maravilla pudo ser alguien completamente distinto. Un tal Luis Ricardo Aguirre, nacido en Salta en 1955, que casi termina de ingeniero en una empresa de Sidney o de Melbourne, llevándole el sueldo a una familia de pibitos gritones y haciéndose retar por un jefe hinchapelotas. Es que al terminar el secundario y recibirse de operador en Telecomunicaciones, Riki tuvo la opción de emplearse en un trasatlántico australiano e instalarse allá con trabajo seguro. Pero un extraño choque de planetas, el designio de algún Dios medio burlón o un bizarro cruce de coordenadas hizo que tuviera destino de ídolo, en plena década de pizza y champán, en un país perdido al sur del mundo.

Días de vino y rosas

En el verano de 1995, Riki salía en tapa de la Gente con el titular: “Riki llegó a Punta del Este”. Estaba en la cima del mundo. Era el embajador de la Movida Tropical, con un gabinete integrado por Pocho La Pantera, Alcides, Gladys “La Bomba Tucumana” y, un par de años más tarde, Gilda. Había llenado la cancha de Vélez con el memorable Cumbiazo ‘90 y su set de temas era demoledor: Qué tendrá el petiso, Camarón que se duerme, Cuidado con la bombachita y El hombre gato pegaban igual de fuerte en boliches de Constitución y fiestas de famosos. Ningún casamiento o fiesta de 15 tenía cierre digno si no terminaban todos medio borrachos haciendo trencito con Qué tendrá el petiso. Sigue siendo un poco así.

Eran días de vino y rosas. Lo invitaban a desfiles, lo adoraba Giordano, lo amaba la tele: un Sandro tropical, un muñeco siempre alegre para poner en la estantería. Cuando se sentó a la mesa de Mirtha Legrand, con los Midachi, Jorge Guinzburg y Tu-Sam, registró el pico de rating más alto en la historia de los programas de Mirtha.

En 1995, Riki llegó al aeropuerto internacional Carlos Curbelo, en Punta del Este, y le pusieron una alfombra roja y una limusina. Pasa seguido que el establishment puntaesteño se deleita con fenómenos populares, a los que mastica y eyecta en cuestión de semanas (del 1º al 20 de enero, preferentemente). Pasó y seguirá pasando, del mismo modo que los reyes amaban y ejecutaban bufones según sus humores. Pero con el Elvis salteño fue un flechazo pocas veces visto.

¿Cómo fue que terminaste en Punta?

–Se me caían las lágrimas en la limusina. Estaban todas las calles cortadas y cuando le pregunté al chofer si había un accidente o venían los Rolling Stones me respondió que la ciudad esperaba la llegada de un artista internacional, que se llamaba Riki Maravilla. La gente se peleaba por entrar al lugar donde yo iba a actuar. Los veías a todos de moño y frac haciendo trencito.

En sus gloriosos ‘90, a Riki lo querían en todo el mundo. La entonces virginal Xuxa le abría las puertas de su casa en Barra da Tijuca, Río de Janeiro. “Me invitó 18 veces”, se jacta, aunque jura que nunca pasó nada entre ellos. Luego vendrían los viajes a Panamá, apadrinado por Roberto “Mano de Piedra” Durán. Y a México, de la mano de Verónica Castro. Todos lo pedían, todos lo adoraban. En su pico de popularidad, una familia francesa se lo llevó a París para que tocara en una fiesta privada. Riki se servía de todos los platos. En Capital, los caretas también lo veneraban. Bulldog, el boliche insignia de música tecno, por donde pasaban las nuevas modas de la electrónica, lo invitó a hacer su set. Y, para completar, puso de teloneros a Los Auténticos Decadentes. Para el público de ese boliche era como ver a Alf y a todos los extraterrestres del planeta Melmac juntos. Más carne cruda para los animales modernos. “No me olvido más, porque los Decadentes tenían un ovejero alemán y lo dejaron atado a un costado del escenario.” Después de aquella presentación, lo fletaron otra vez a Punta del Este para que cantara un tema nuevo: “El baile del bulldog”.

Riki nunca fue bebé

Cuando cuenta su vida, Riki parece Grecia Colmenares llegando con sus trenzas a Retiro. Aquí va la historia oficial: Ricardo Luis Aguirre nació en 1955 en una familia pobre de Salta capital. Y la partera sólo dijo: “Es un varón”. Y nadie bailó trencito en el hospital. Con tres hermanas y una madre muy joven –su padre murió a los dos años–, empezó a traer el mango a los siete, cuando se hizo lustrabotas. Puso el cajón justito a la salida de la peña Balderrama, un boliche muy conocido en Salta, por donde pasó, entre otros, el Cuchi Leguizamón.

Los ‘60 lo encontraron en Buenos Aires. Terminó la primaria en la Escuela José Manuel Estrada y la secundaria en la Industrial 7, de la que egresó como electrotécnico. Esa iba a ser su profesión. La música, su hobby. En ese secundario tuvo de compañero de banco a un hijo de exiliados cubanos. “Me enseñó a cantar salsa, merengue y todos los ritmos sudamericanos; yo le enseñé zambas y chacareras”, evoca.

Sus noches se deslizaban entre confiterías y “bailables”, hasta que se dio otro cruce de coordenadas. El tocaba el bajo y hacía los coros en un grupo que tenía con su amigo cubano. Al parecer, el cantante de la banda se enfermó y el petiso tuvo que salir a poner la voz. En la sala estaban Oscar Anderle, autor de los temas de Sandro, y Hugo Piombi, histórico director de Sony Music. Algo los deslumbró del salteño. Tal vez el carisma o un costado lindo de la arrogancia. Y le ofrecieron grabar un disco, que se lanzó en Córdoba meses después y fue un tremendo suceso en todo el país.

Antes de pegarla con Qué tendrá el petiso y su catarata de hits, Riki ya tenía dos discos editados –El Pavo y la pava y Salvaje–, que eran platino en varias provincias. Faltaba el batacazo para que Riki reventara en Capital. Y entonces grabó la canción del petiso, los astros se alinearon y nada fue igual.

Todo el cuentito es relatado por Riki con tono monocorde, pausado, un libreto recitado mil veces que no puede fallar. Un relato con sello Iram para emocionar, para acordar que ese tremendo lugar común del muchacho provinciano que triunfa en Capital sigue siendo un gran gancho. Sus proyectos actuales incluyen el festejo de sus 25 años de carrera en el Luna Park, a fin de año. También quiere hacer un musical sobre su vida para llevar a la calle Corrientes y editarle un disco en castellano y japonés a su novia oriental, Taki Natali, que forma parte de su banda. En paralelo, trabaja en un álbum propio de canciones melódicas, que graba él mismo con el ProTools. Y, como buen nerd, siempre se hace unas horas para alimentar el hobby de armar y desarmar consolas y computadoras.

Tal vez, lo más notable de Riki Maravilla no sea sólo la historia trillada del ídolo barranca abajo, sino el hecho de que, en su búsqueda desesperada de vigencia, logró que la gente lo siga recordando como cuando estaba en la cima. El Walt Disney de la cumbia. Pero ahora, a las tres y media de la mañana de este camarín, la única verdad es la realidad. Pura parsimonia, Riki se acomoda las hombreras con flecos y enfila hacia las escaleras para salir a tocar en una fiesta que, curiosamente, se llama la D-Lirante. Lo sigue su ejército de fantasmas: la novia japonesa, el creador de Gilda, el viejo hitero de la cumbia y un par de muchachos más. Allá afuera está el escenario.

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