AGUAS(RE)FUERTES
Entre sándalo, mantras y monjes tibetanos, sobreviven en Nepal los gurkas, brutal ejército que, al igual que todo el pueblo nepalí, no teme morir.
› Por Juan Ignacio Provéndola
En Katmandú todo parece hecho a la medida de la muerte, como si fuera una fina sombra que todo lo roza. O, en verdad, de la vida después de la vida: ni budistas ni hinduistas creen que la existencia se agote en el ocaso de la carne. Por eso, la ciudad y sus adyacencias están repletas de templos que huelen a madera de sándalo, convidan hipnóticas melodías de relajación oriental y se atiborran con el naranja vivo de los monjes tibetanos exiliados que caminan alrededor de las stupas, haciendo girar los mantras escritos en tambores cilíndricos para alcanzar luz en esta vida y las sucesivas. Nadie teme la proximidad de la muerte. En todo caso, la prevén. Por eso, aquellos que no tienen quien los llore simplemente transcurren sus últimos días cerca del Bagmatí, esperando que tras la fatalidad alguien condescienda sus modestas aspiraciones trascendentales reduciéndolo a cenizas y esparciéndolo en las aguas de ese río que, al igual que el Ganges en la India, se le atribuyen propiedades sagradas.
Incluso el mito hippie de la ciudad perdida entre un valle de los Himalayas tiene algo de escatológico, pues a pesar del esfuerzo de algunos puesteros en la legendaria Freak Street por mantener vivos colores desteñidos de ese pasado o de los transas que sobreactúan discreción en el barrio Thamel para seguir ofreciendo unos de los hachís más baratos del mundo, lo único que sobrevive tangiblemente a aquel espíritu setentista son los extraviados que balbucean sus desgracias de otro tiempo entre regueros de baba, como si su alma hubiese trascendido a otro estadio, aunque dejándose olvidado un cuerpo desarticulado e incoherente.
Pero el capítulo hippie (trasculturación occidental que nada tuvo que ver con la voluntad de los nativos) fue apenas una breve postal dentro de una historia milenaria en la que se cruzaron los indoarios que venían del sur con los mongoles que empujaban desde el norte (Nepal, como se dijo, es una pequeña aceituna entre el gran sánguche de India y China), formando algo así como una exótica etnia de chinos y morenos. Las mujeres más hermosas del mundo, con una sonrisa suave como el deshielo de la mañana y misteriosa como las alturas de los Himalayas. Y los hombres más tenaces e inclaudicables. Como Buda, a quien la tradición origina a 300 kilómetros de Katmandú, o los gurkas, temible escuadrón militar que atraviesa la historia de Nepal como una daga que deja su marca allí por donde pasa.
Como casi todo en Asia, los Gurkas remontan sus inicios a un relato mitológico según el cual un gurú hindú conminó a un príncipe a liderar un ejército bravo que reinó en el valle de Katmandú hasta que fueron asediados por el ejército inglés justo en la fecha en que las Provincias Unidas del Río de la Plata declaraban su independencia del Reino de España. Fue tal su tenacidad en la defensa que la fuerza vencedora los contrató como tropas propias en todas las contiendas bélicas que la Corona Británica emprendió de allí en adelante, incluidas las dos guerras mundiales (donde se desplegó medio millón de gurkas) y Malvinas, donde algunos colimbas recuerdan la brutalidad con la que los nepalíes los atacaban, rebanándoles la cara con el kukri, su legendario cuchillo corvo, mientras gritaban como desaforados y escuchaban música en un walkman. Un freso surrealista pintado con tripa y sangre.
Lejos de ser una deshonra, integrar las tropas británicas y poner el cuero por una causa ajena es actualmente una posibilidad concreta de movilidad social para los gurkas y sus familias, sirviendo a un país que ofrece un sueldo promedio de 1500 dólares, frente a los magros 125 de la incipiente democracia nepalí. Es eso, o trabajar duramente en el frío del campo, como le sucede al 85 por ciento de la población. En medio de los impresionantes templos budistas, el olor a madera de sándalo, los mantras de meditación y el naranja vivo de los monjes tibetanos exiliados se cuelan también infinidad de locales que reivindican el orgullo gurka, ofreciendo trajes, cascos, cuchillos y souvenirs, reduciendo la muerte propia y la ajena al tamaño de un llavero o una remera y quitándole su naturaleza y disimulando su horror. Entre la guerra y la paz, el valle de Katmandú también se volvió fértil en asalariados héroes de batallas que ni siquiera les pertenecieron. Como la muerte, o las vidas que nos sucedan.
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