Jueves, 6 de febrero de 2014 | Hoy
DE GIRA CON LOS MOTEROS HACIA PAYSANDú
La comisión de actividades motorizadas del NO encaró la ruta sobre dos ruedas para entender los códigos, las normas, las costumbres y los olores del clan motero argentino, que ya suma más de 300 motoclubes oficiales.
Por Juan Ignacio Provéndola
Son como las 5 de la mañana, aún es muy temprano. La Autopista Ricchieri duerme pesada de gris; si hasta las barreras de los peajes parecen bostezar cuando se mueven. Alejándose de Capital, más allá del Aeropuerto, comienza el sur profundo, donde los escenarios metropolitanos pierden su solución de continuidad entre campitos minúsculos y baldíos desolados. Si el conglomerado Buenos Aires + GBA se ve desde arriba como una verruga opaca entre el río marrón y la pampa bonaerense, El Jagüel entonces vendría a ser algo así como una miguita colgando de uno de sus pelos. Ahí, a esa hora de la madrugada, cinco muchachos apuran los últimos mates antes de que el megamonstruo urbano estalle de gente, autos e histeria. De fondo suena Bad Moon Rising y alguien canta arriba, reemplazando la letra original por el famoso cantito de cancha que dice: “River, decime qué se siente...”. “Anoche, mi señora me pidió que me disfrace de algo que la hiciera calentar”, tira uno, mientras se ajusta el chaleco de cuero. “¿Qué hiciste? ¿Te disfrazaste de vecino?”, cruza otro, ansioso, casco en mano. Todos ríen. En la sede de Los Angeles del Sur, el clima es inmejorable: están a minutos de largarse a la ruta con sus motos, un esperado ritual que tiene lugar una vez al año, luego de una meditada logística. Todos estaban esperando, y ese día acaba de llegar.
En la Argentina hay alrededor de 300 clubes y agrupaciones de gente que busca gente que ama a las motos. Es vicio caer en los lugares comunes del prejuicio e imaginarse a tipos recios que andan por los bares hediendo alcohol y buscando pleitos. “¿Pero vos qué te pensás? ¿Qué salimos de una película yanqui? Nosotros venimos de El Jagüel, amigo. Nos criamos entre gente humilde y somos laburantes. ¡No te comas esa historia!”, le dijo Jorge a un funcionario de Esteban Echeverría cuando fue a su despacho a contarle una propuesta, y éste le preguntó con inocencia e ignorancia si era cierto que los de las motos son tan malos como cuentan.
En un recodo de su carpintería en la esquina de Islas Orcadas y 12 de Octubre, Jorge fundó el motoclub Los Angeles del Sur el 12 de febrero de 2003 (este sábado celebran sus 14 años en el Polideportivo de El Jagüel). Desde ese entonces, preside el motoclub (MC, qué va), y todos lo conocen como El Negro Café. “Nos une el placer de rodar sabiendo que no estamos solos y también el orgullo por las acciones solidarias que organizamos”, apunta. Aquella tarde, en el despacho municipal, Café estaba buscando apoyo para la tradicional fiesta que Los Angeles del Sur hacen para el Día del Niño: cortan la cuadra en la que está el MC (que abre todos los fines de semana con barra, pool y música), montan unas tablas sobre caballetes y sirven chocolatada y facturas para el piberío. Hay que verlos a los tipos en botas tejanas y camperas de cuero mezclando Nesquik en una olla gigante o acomodando palmeritas y vigilantes sobre la mesa. El último estereotipo se derriba a la hora del reparto de juguetes: nadie puede temerle a un tipo que saca un osito de peluche de una bolsa y se lo regala a un niño.
Los caminos se pueden cruzar en Villa María, Salta, Plottier, Puerto Iguazú, Bariloche o Paraná. Cada fin de semana, algún MC del país organiza un encuentro al que concurren moteros de otros lados. Da lo mismo el destino. Lo importante es salir a rodar mientras el caucho le da latigazos al hormigón y el viento se cuela por algún rincón de la ropa, acaso convidando con su cosquilleo frenético algo de libertad. Pero sólo algo: la libertad, como el reflejo del sol en la ruta, está para avanzar hacia ella, no para alcanzarla. En última instancia, siempre será preferible una ambición arrebatada pero sincera, profunda, noble de espíritu y llena de amor (así se deba pagarla con la angustia de lo improbable), antes que las mezquinas seguridades de una certeza cobarde, triste, pequeñita. Pero todo deseo necesita un elemento dinámico que ponga la química en combustión y les dé sentido a los sueños más ambiciosos. Para algunos podrá ser una mujer a miles de kilómetros, con su recuerdo y su sonrisa, y para otros una moto, movilizadora de los anhelos de libertad. Porque la moto es eso: el ejercicio de un deseo que se vibra marchando.
Los mates se acaban y el sol se asoma tímido y naranja en el cielo del conurbano. Suenan los motores en El Jagüel: Los Angeles del Sur van a iniciar su trip anual, esta vez a Paysandú, ciudad donde la agrupación uruguaya Los Brujos organiza su tradicional evento desde hace trece años.
El cielo se abre, y con él, la ruta. Avanza una tropilla de seis motos a 90 kilómetros por hora. “El secreto es la prudencia. No hay que hacer maniobras descontroladas, ni perder la calma. El que se apura, pierde. La vida, por ejemplo”, explica Freddy, que escolta a sus camaradas en un auto, a pocos metros de distancia.
Hay parada técnica cada hora. En las estaciones de servicio se acercan muchos curiosos, saludan, preguntan y hasta sacan fotos. A la altura de San Nicolás, en el límite norte de la provincia de Buenos Aires, se produce el primer inconveniente: goma pinchada. Más adelante, ya en Entre Ríos, una piedra impacta en el radiador de una de las motos y lo agujerea. “No importa, lo arreglamos con un poco de pimienta”, ordena Café, y busca una despensa. Truco de viejo rutero: esa especia tiene la propiedad de moverse y expandirse en medios líquidos, logrando en este caso obstruir el agujero durante un largo rato, lo suficiente para seguir sin pérdidas.
Se aproxima el cruce de Colón a Paysandú. Al otro lado del puente, el clima sigue igual de clemente, ofreciendo una temperatura templada que no quema ni lastima. Lo que duele es el cambio de moneda: una gaseosa, una bolsa de pan, yerba sin palo o carne de cebú (es que en Uruguay, los mejores cortes se van pa’ fuera). Sin distinciones de necesidades ni de artículos, al otro lado del Río de la Plata todo sale un dineral. Por eso, muchos de los que vienen de Argentina cargaron combustible a tope antes de cruzar y trajeron otro restito en botellas de plástico. Por si las moscas, en algunas casas cercanas al motoencuentro hay carteles improvisados en los que se ofrece nafta a mejor precio que en las estaciones uruguayas.
A orillas del río Uruguay, el camping Guyunusa comienza a llenarse de gente. Hay carpas, parrillas y abrazos. Cada uno pone su música y mientras todos compiten por ver quién hace sonar más alto sus propios discos de Pappo o AC/DC (soundtracks moteros por excelencia), termina destacándose uno que se echó unas coplas del montevideano Alfredo Zitarrosa. No sólo hay gente de Argentina y Uruguay sino también un grupo de Brasil que viene desde Porto Alegre y luego bajará por la Patagonia y virará a Chile. Los motoencuentros reúnen especímenes de toda naturaleza. Algunos hablan como si estuvieran poseídos, entregándose a extensos soliloquios sobre sus habilidades mecánicas o sus experiencias ruteras sin dejar un resquicio de aire para que sus interlocutores puedan interponer bocado alguno.
No son pocos los que se animan a las motos deportivas, costosas máquinas pensadas por ingenieros japoneses para autopistas japonesas. Las rutas argentinas no gozan de las mismas comodidades, por lo que se los ve poco. Lo habitual es comprar una chopera e ir metiéndole mano, un fenómeno que lleva el nombre de “custom”. Un vehículo así puede arrancar desde los 10 mil pesos, aunque no faltan historias de tipos que se han endeudado hasta el tuétano para cumplir el sueño de una Harley Davidson original. Igual, la marca no es excluyente para salir a la ruta o ser parte de un MC: “Sólo se necesita una moto en buen estado, no importa año ni marca, pero sí la predisposición a aprender, compartir, respetar y rodar”, asegura Freddy.
Durante los tres días del motoencuentro se suceden eventos que forman parte de esta ritualidad. Bandas de rock en vivo, fierros por todos lados, exposiciones, chicos vistiendo cuero, chicas mostrando el cuero, más rock, más fierros y más chicas. La familia motera vive su fiesta y poco parece importar lo que suceda puertas afuera. La nota emotiva llega con el desfile de motos por la ciudad, momento en el que el encuentro abandona la reclusión y sale a rodar con el propósito de homenajear a los fallecidos en accidentes.
Es importante decir “motero”, pues el término “motoquero” no les cae en gracia a los muchachos: “Renegamos de eso porque lo sentimos despectivo. Nos quieren ver como chicos malos y violentos, y simplemente somos tipos que amamos las motos y queremos manifestar nuestra forma de vivir. Que tengas pelo largo, estés lleno de tatuajes y uses ropa de cuero no significa que seas mal tipo, porque incluso muchos de los que nos hacen daño tiene pelo corto y andan de traje”, ajusticia Claudio, cabecilla del MC Epidemia, que organiza uno de los motoencuentros más importantes de Argentina: La Masa. Lo hacen cada segundo fin de semana de marzo en General Rodríguez y en él, alguna vez llegó a tocar La Renga de sorpresa.
Pero no sólo de motoencuentros vive el motero. Las iniciativas solidarias son también excusa para subir a la moto y penetrar la intimidad del país. Los Angeles del Sur fueron a Salta o Chaco cargando las alforjas de comida, ropa y libros. Los recuerdos traen alegría, salvo aquella vez que la policía los verdugueó entrando a Gualeguaychú con dos camiones llenos de donaciones, obligándolos a “arreglar” para poder pasar. Trances que no todos están dispuestos a afrontar. “Acá vino gente a sumarse al MC pensando que era todo joda, y no es así. Cuando mostramos lo que hacemos, muchos deciden irse”, confiesa Café. Es que una cosa es andar en moto y otra muy distinta pertenecer a un MC. “Primero debés compartir un tiempo con nosotros, y poco a poco descubrir si funciona para vos. No regalamos ni vendemos el parche: hay que ganárselo mostrando interés, constancia y respeto hacia el grupo”, agrega Freddy. Los clubes se manejan como logias, con reglas de convivencia, de conducta, objetivos y jerarquías. Cumplirlas es obligación, quebrarlas es un riesgo que pocos quieren asumir. “Para estar con nosotros, hay que aceptar las reglas. Nosotros tuvimos casos de gente que las quebró, pero nunca llegamos a echarlos. Ellos se fueron solos...”, dice Freddy, alimentando misterios y morbos.
El parche es un símbolo angular del ordenamiento normativo de todo el MC. También exhibe identificación y esfuerzo: para pertenecer, hay que merecer. Se coloca sobre la espalda del chaleco y describe el nombre, el logo y los colores del MC al cual se pertenece. Y no sólo hay que lucirlo sino también defenderlo. Una vez, Los Angeles del Sur se quejaron ante un flamante MC que había diseñado un parche similar al suyo. “Evitemos problemas”, le dijo Café al presidente del otro motoclub. “¿Y cuál sería el problema?”, le contestó su colega, desafiante. “El problema es que si te vemos con ese parche puesto en algún evento, capaz se arruina la fiesta, ¿entendés?”, cerró Café. Solución: el otro MC terminó aceptando la amable sugerencia. Como se ve, todo es negociable.
Salvo la introducción de las mujeres, un tema que aún causa rispideces en un ámbito dominado por nervios machos. “En un MC auténtico, las mujeres sólo tienen cabida como acompañantes, nunca como miembros. Pero cada organización decide sus normas y no hay ley que lo prohíba, por eso surgieron numerosas agrupaciones que aceptan mujeres y ruedan con ellas”, explica Freddy, diplomático. Hace pocos meses se hizo en General Ramírez, Entre Ríos, el denominado “Primer encuentro de la mujer motera”. Fue un pequeño gran paso hacia la igualdad. Al fin de cuentas, en una moto caben dos personas, y da lo mismo quién conduce si ambos persiguen el mismo loco deseo de amor y libertad.
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