LABURANTES GOLONDRINAS DE VERANO
Tarjeteros o trapitos, cocineros o animadores del Trencito
de la Alegría: jóvenes buscamangos trabajando en negro.
› Por Juan Ignacio Provéndola
Hay turistas de la primera quincena de enero, de la segunda, rezagados de febrero, algunos que se cuelan con los viejos y después se cortan solos, otros que aprovechan los feriados largos y también aquellos a los que apenas las da el cuero para escaparse un fin de semana, gasoleando un puñado de chirolas que valdrán oro si les bastan para huir unos segundos del hormigón ardiente. La estadística turística toma nota de todas estas posibilidades y trata de darle unidad conceptual a esa masa paquidérmica que durante dos meses se mueve abombada por todo el país escapándole al calor (o acercándose a él, en verdad). Sin embargo, estos números, listos para ser postulados por algún funcionario que quiere contar que esta temporada fue mejor que la anterior, serán incompletos en la medida en que sigan ignorando al flujo migratorio más importante: el de los golondrinas.
El término surgió hace más de cien años para definir a obreros agrícolas italianos que venían al país entre octubre y diciembre, aprovechando el tiempo de cosecha de los campos argentinos. La modalidad laboral luego se extendió a otros rubros, sobre todo con la explosión del turismo social a partir de 1945. Entonces la palabra comenzó a hacerse de uso cotidiano. Buscando alimento, multitudinarias bandadas de golondrinas carretean sus alas siguiendo el calor del morlaco, y así copan las ciudades balnearias verano a verano. Aunque claro que con mucho menos beneficio y comodidad que esos a quienes sirven, asisten o atienden, reverencian y pertenecen.
Los primeros puestos los ocupan las provincias del noroeste del país, sobre todo en la construcción y la gastronomía, rubro casi dominado por santiagueños y tucumanos, capaces de tolerar como pocos los fuegos infernales de una cocina en pleno verano, o el fragor inacabable de la bandeja llevando y trayendo, nunca cayendo. Como si el organismo generara anticuerpos, una vez cerrado el verano vuelven a repetir la rutina en centros turísticos de temporada baja, como las Termas de Río Hondo.
Los oficios se multiplican, instalan o reciclan. La playa muestra algo de esto: por siempre quedan los que ofrecen helados o barriletes, emerge el fenómeno de la venta de ropa en percheros móviles y ya casi no hay evidencia de los barquilleros y sus tómbolas. A todos ellos siempre los unirán dos cosas: el hambre y la búsqueda de una frase de venta demoledora e inolvidable (“¡Llorá, nene, llorá!”). Aunque la estrategia de marketing más eficaz será la réplica por imitación: un copo de nieve o un choclo con mayonesa en la sombrilla de al lado impulsa en ésta un irrefrenable deseo. O inventa una necesidad, virtud máxima de la sociedad de consumo.
En polos opuestos se ubican los tarjeteros y los franelitas. Los primeros son niños bronceados, con postura aspiracional y promesa de acceso exclusivo a boliches que serán atestados por otros ilusos. Pero esto habla más de nosotros que de ellos: sabremos qué edad aparentamos de acuerdo con la atención o indiferencia que inspiremos en estos acosadores de la vía pública. Los trapitos, en cambio, son las golondrinas rapaces. Proclamados dueños de zonas que no conocen ni habitaron, despiertan tanto desprecio como miedo. Entre esto y su complicidad con los organismos de control estriba el éxito comercial e intimidatorio.
La otra especie característica de todo verano es la de los personajes del Trencito de la Alegría, golondrinas sin caras ni cuerpo, escondidos debajo de pesados trajes de Spiderman, Pokémon o La Pantera Rosa. ¿Qué se desconoce detrás de los disfraces? ¿Es posible la vida humana debajo de esa ropa polar? ¿O son realmente héroes con poderes especiales que se disfrazan de jornaleros de la diversión para disimular su plan de rescate del Universo?
Los mitos circulan a gran velocidad entre turistas, como si la playa fuese sala de espera de una peluquería que tiene al mar como espejo. Se habla de los dos pibes que se hicieron ricos vendiendo crucigramas y autodefinidos o del histórico pirulinero que se dio vuelta haciendo temporada en Marbella. Ni hablar del aceite con el que se fríen los churros, dato desconocido que aporta más zozobra que épica. Tal vez se alimentan leyendas porque las pocas certezas que se tienen son tristes: la mayoría de los golondrinas se hacinan en cuartuchos improvisados sobre los suburbios, en carpas montadas donde pinte o incluso en algún vehículo, menos por espíritu aventurero que para mitigar los astronómicos precios que se manejan en concepto de alquiler. Lo de dormir en la playa es un delirio: nadie en su sano cabal duraría una hora durmiendo sobre la arena hirviendo al calor del sol.
Y una cifra los aparea a todos por igual: se estima que siete de cada diez golondrinas trabajan sin todas las de la ley. Un dato que no leeremos en ninguna estadística oficial, y que se olvidará rápidamente cuando baje la temperatura y el verano vuelva a ser una aspiración lejana, de año próximo.
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