Jueves, 27 de febrero de 2014 | Hoy
TURISMO POSMO EN EL PACíFICO SUDAKA
Máncora (Perú) y Montañita (Ecuador) se volvieron destinos frecuentes de la West Coast latinoamericana para la juventud de clase media: como unas Villa Gesell tropicales donde reventados, surfers e indigentes conviven.
Por Lola Sasturain
América latina, patria grande. Orgullo y herida inevitable. Insignia de diversión, relajo, ritmo y sangre en las venas en permanente contacto con un origen difuso, una identidad diluida, el karma y la bendición de ser “los más europeos de Sudamérica”. ¿Será por eso que a los argentinos los cautivan tanto Perú, Bolivia, México? Países cuyos contrastes entre clases pueden llegar a ofender a los progres pero cuya identidad nacional se siente en cada esquina, cada canción y cada comida. Identidad espontánea, no fomentada por ningún gobierno de turno ni los medios de comunicación. Identidad de resistencia, que crece como la maleza entre las grietas de las innumerables iglesias españolas que recuerdan la conquista; una identidad maciza y compacta como la piedra Inca de doce ángulos.
En el turismo posmoderno, hasta la autenticidad más auténtica puede ser moda, puede ser bastardeada, serializada y empaquetada en forma de remeras o bolsitos. Como sabiamente se escuchó decir a una joven en el show de M.I.A.: “Hoy en día, el único camino que queda para ser cool y original... ¡es ser tercermundista!”. Sería ridículo decir que gigantes culturales como Machu Picchu o el Cuzco están de moda, ya que en todo caso lo estarían hace más de cien años y serían la antítesis de lo que uno consideraría turismo leve. La conjunción entre turismo aventura y lo profundamente cultural hacen que jamás pierdan su soberbio poder, abstrayendo su estatus de “cuna de la civilización”, sin importar cuántos bolsitos o cuántas remeritas, el confort del turista, el tiempo que se tarde en llegar o la calidad del agua corriente.
La liviandad de ser turista les permite horrorizarse por la conquista española, a la vez que pagan cinco soles para sacarse una foto con la chola y sus llamas, y los locales, al contrario de lo que uno pensaría, felices de ponerse en ese lugar con tal de sacarles un mango a los rubiecitos. Algo similar sucederá con la antigua Grecia o las Pirámides de Egipto; la inmensa mayoría de viajeros que pueblan este tipo de destinos no buscan calidad de vida, descanso y dispersión, sino todo lo contrario, buscan la intensidad de una cultura que todavía sangra, buscan linkear el presente trágico de estos países con aquello que las piedras le dicen, buscan ser el artífice mismo de las contradicciones de estos países que viven del turismo pero... ¡solían ser imperios!, buscan cansarse hasta quedarse sin aire por andar subiendo de acá para allá. Porque llegar subiendo al cielo a las seis de la mañana y ver a la nube correrse, revelando la inmensidad de Machu Picchu y su Waynapicchu tal y como se ve en todas las postales, hace sentir recompensado, orgulloso y ridículamente feliz a aquel que sudó la gota gorda para llegar allí. Aunque esté lleno de gente y una botella de agua salga 50 pesos, realmente la abstracción sucede sola, tal y como contaron todos aquellos que fueron allí antes y por años.
Especialmente en el último lustro, nuevos destinos de este país andino y sobre todo de su vecino Ecuador están emergiendo como los nuevos must del turismo playero. Porque hay cierta tendencia global a creer que todo lo que hacen los surfers está bien, y no es necesario irse hasta California para seguirlos y vivir un poco del “Pacific Way of Life”. Muchos van para relajarse luego de las agitadas aventuras con los incas en la sierra, pero muchos ya están yendo exclusivamente a emborracharse, chamuyar chicas surfistas y tomar sol a Máncora (Perú) o Montañita (Ecuador), como si sólo fuesen un Gesell –con todo su folklore– que queda un poco más lejos.
En Máncora, el grueso son argentinos de entre 18 y 30 años: agrupados en general, siempre en patas, con remeras convertidas en musculosas con las sisas estiradas mostrando las costillas, con alguna rasta que se les asoma por la nuca. El que no es surfer igual adopta todos los clichés, y estar relajado, colocado y hacer todo como si fuese al ritmo del dub se siente casi como obligación. Los locales, por su cuenta, suelen ser adolescentes en Gesell mode on, reventados o familias de las ciudades cercanas, que mucho no se muestran, abrumados de tanta joda. Pero a no confundirse: Máncora no es convencionalmente lindo ni paradisíaco ni fácil ni lujoso. Más bien es bastante áspero. Al llegar, sorprende: es un pueblito muy humilde con un centro desangelado, que queda bien adentro del desierto, entre las mesetas y un océano Pacífico descontrolado que todo lo devora.
La playa es angosta y hasta a veces inexistente, el mar es inclemente y los esfuerzos por sostener el desbordante turismo en un lugar tan pequeño llevan las mesitas de los bares hasta la orilla, literalmente. Casi no hay lugares en donde poder escapar del sol abrasador sin consumir algo, y los contrastes que pueden apreciarse dentro de una misma cuadra entre los resorts cinco estrellas y el puerto atestado de buitres carroñeros y olor a petróleo son tan alevosos que impresiona ver cómo nadie parece notarlo. Porque eso es lo más llamativo de Máncora (y también, a su modo, de Montañita): parece haber un acuerdo implícito para ignorar todo, para no verlo o hacer de cuenta que no se nota. El turista promedio que habita estas playas no sólo no habla de esto sino que muestra una negación casi infantil si alguien osa hacerlo: “No, no y no. Máncora es hermoso y es el mejor lugar del mundo”. No se sabe si es por querer autoconvencerse de aquello que otros ya le repitieron anteriormente como un mantra, o si el turismo “tercermundista friendly” ya llegó a un extremo de tal corrección política que dio la vuelta y se tornó tan ciego, sordo y mudo como el turismo que da la espalda a estas cosas.
Con la costa ecuatoriana pasa algo similar, ya que suelen recibir a los mismos viajeros y la situación de pueblo pequeño saturado de joda es la misma: la diferencia es que los ecuatorianos cuentan con una franja de arena un poco más amplia, que permite tirar la lonita y la sombrilla con la tranquilidad de poder permanecer más de una hora en la misma posición. Son playas más convencionales, más verdes y ligeramente más tropicales, aunque siguen siendo agrestes, peladas y muy Pacíficas (con mayúscula por el océano: nada menos pacífico que Montañita). La postal con la palmera, el coco y el agua turquesa es más bien caribeña, y eso queda del otro lado, aunque ése es un error común fundado en la ignorancia. Una vez más, los surfers son los que tienen la posta: desde Máncora hasta la costa pacífica colombiana (muy poco amable para los inocentes turistas, según dicen los mismos colombianos), son los reyes de la comarca y los únicos que entendieron en dónde esta el verdadero potencial de la zona: en el mar.
No es difícil entender por qué estos lugares se convirtieron en la meca de los cabalgadores de olas: su salvajismo, su temperatura ideal y sus olas-tubo son una delicia para el amante del mar en serio, del mar que se manifiesta y al cual hay que vencer. Es curioso, pero un chapuzón intenso en este mar tiene notorios efectos terapéuticos, es catártico, energizante y acaba siendo hermosamente relajante una vez afuera. Los surfers aparecen bien temprano en la mañana, para luego desaparecer y volver cuando el sol está bajando, y al verlos se entiende quién realmente pertenece a ese lugar. Al verlos desde el malecón, como un cardumen triunfal en su territorio, la sensación de que todos los demás sólo los siguieron hasta allí para ser un poquito más como ellos y se dieron la cabeza contra la pared es inevitable. Para ese resto, es muchísimo más recomendable alejarse un poquito hacia otras playas cercanas y no tan concurridas: Ecuador es un país muy chiquito y es muy fácil recorrer toda la costa en unas pocas horas. Gente, turismo y muchos argentinos hay en todos lados, pero corriéndose a lugares como Ayampe, Olón o Puerto López (desde donde se cuenta con acceso a varias reservas interesantísimas y parques naturales como el Machalilla y la Isla de la Plata, también conocida como “la Galápagos para pobres”) se puede disfrutar de paisajes aún más bellos y mucho más bucólicos, de un sabor más local y, sobre todo, también de la sensación de que uno puede elegir no divertirse si no tiene ganas, o irse de expedición en lugar de irse de joda.
Y, como siempre en la vida, las joyas secretas lo son todo: Cuenca, al sur de Ecuador, es la ciudad ideal para cruzar a/desde Perú y un lugar inmejorable para caer cuando surge la necesidad de pegarse un baño y de recuperar algunas neuronas luego de pasar un rato en Máncora o Montañita. A algunas horas en bondi de ambas, Cuenca devuelve el glamour perdido: es una ciudad espléndida, bordeada por montañas, con un río, casitas de ensueño, museos y bicisendas por doquier. A una hora de viaje está la reserva de Cajas, una postal preciosa de lagos con más de un bosque realmente encantado y una curiosidad irresistible: al ser un tipo de bioma llamado humedal, en muchos sectores su suelo (saturado del agua) es blando. Como una caminata lunar. También se puede seguir hacia Baños, ciudad también montañosa desde donde la gente suele asomarse a la selva: pero un plan gasolero e imperdible que puede hacerse desde allí es alquilar unas bicicletas en una agencia de turismo y pedir un mapa “para ver las cascadas”: por cinco dólares por persona se puede pasar un día de ensueño pedaleando en bajada por una ruta rodeada de cascadas surrealistas y precipicios adrenalínicos, y parando en diferentes puntos para hacer pequeñas cositas típicas del lugar con nombres muy poco típicos del lugar: bungee jumping, canopy.
El trópico pacífico de la querida América del Sur está de moda, y no le falta chapa. El turista vieja escuela que va a embeberse de cultura precolombina se mezcla con el nuevo gourmet obsesionado con el buen vivir y el fumanchero que sólo quiere fiesta y playa, y es muy interesante ver cómo el primer grupo interactúa con los otros dos, bastante más nuevos, así y como los locales, que no siempre están tan preparados para el turismo como creen. Será cuestión de tiempo para que estos universos se unifiquen y se pueda a acceder a una oferta menos fragmentada: mientras tanto, los nuevos contrastes en la de por sí tierra de los contrastes pueden exasperar a veces, pero enriquecen la experiencia del viajero, que si se mantiene con la mente abierta puede sentir que está viviendo mil vidas distintas en un solo viaje. Absorber lo autóctono sin pasarse de vivo (los peruanos y ecuatorianos bien saben que argentino vestido de llama, argentino queda), no dar nada por sentado y dejarse llevar por el placer es un modo infalible de vivirlo.
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