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Jueves, 22 de mayo de 2014

AGUAS(RE)FUERTES

El Viejo

 Por Luis Paz

El Viejo tiene toda la ciudad de patio. Podría usar los semáforos de Amancio Alcorta e Iriarte como arcos, pero no los necesita. El Viejo es cultor absoluto del fútbol champán, de ese fútbol ensimismado en el jueguito y en la proeza personal; defensor acérrimo, contra viento y lluvia, de la mística del malabarismo, de la gracia del aerobic pelotero. La mano jodida es que ese viento y esa lluvia lo encuentran siempre a la intemperie. El Viejo debe tener sesenta y pico, y poco más que eso: el record de jueguitos que semana a semana supera es su más cara posesión.

Apareció una madrugada, hace como dos años, y casi ninguna tarde dejó la plazoleta de cemento –si es que un bodoque de cemento representa de alguna manera figurada una plaza pequeña, claro– que mantiene siempre limpia ahí, en el cruce de Alcorta, donde Isidro Lorea se hace la Avenida Gral. Iriarte. Con sus harapos metalizados, casi enchapados por la grasa y el alquitrán, El Viejo es mandamás de un circo criollo de lisiados, el censor distraído por una pelota de un plantel de zombies y de paqueros que lo pasan de ida y vuelta, en una atolondrada pero permanente rutina (si es que una rutina no representa otra cosa que una secuencia permanente y atolondrada, claro).

Ahí, en esos doscientos metros cuadrados donde las ventanillas nunca se bajan, donde rastas autóctonos no escuchan reggae sino caños de escape con miedo, donde los prefectos hacen tiempo y los transas su movida, El Viejo solía hacer magia con una pelota de trapo hecha con un buzo. De venida hacia Capital se lo veía agitando la bocha en el aire, pasándola de pie a pie, siempre con una sonrisa y, muchas veces, directamente en cueros, en una piel gruesa como paño de lo cagada a palos; floja, sin morfi que agarrar. De vuelta hacia provincia, ya el atardecer lo agarraba fiacón, pero seguía con la pelota al viento, ya el jean arremangado y el pecho bañado en sudor.

Cerca de Navidad, alguien le había regalado una pelota usada, pero válida al fin. En el verano, durante un corte de semáforo, alguien lo levantó y se lo llevó, tal vez a por un plato de guiso, tal vez a por una bañera con espuma y patitos de goma con los que, eventualmente, el Viejo habrá hecho jueguitos en una baldosa de baño. Volvió a aparecer al otro día, con una remera naranja que le tocaba estrenar, pero las uñas igual de largas. Como en la cárcel, se dice que para el que vive en la calle, las uñas largas y gruesas, cortadas en punta, son las únicas armas que no pueden sacarte.

Hace unos días que al Viejo no se lo ve. Tal vez sean semanas. De la costumbre, a veces uno deja de ver lo que sigue allí, y tal vez eso le pasó a este obelisco al equilibrio. Ojalá haya sido una mirada distraída, nomás.

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