FILHOS NUESTROS, EL SUB-SUPLEMENTO MUNDIALISTA
En La Rocinha, la favela mais grande do mundo, cada gol de Brasil es un 31 de diciembre a las doce. Crónica entre bondis bólidos, pájaros y picados.
› Por Mariano Verrina
Nathan tiene 12 años y Jefferson, 14. Llevan puesta la camiseta del St. Pauli, un equipo alemán de escasa trayectoria deportiva, pero conocido por sostener las banderas antifascista, antisexista y antirracista (como contó el NO el 17 de abril pasado). El colectivo 539 llegó a destino. Acá los colectiveros son corredores de Fórmula 1 frustrados y el viaje desde Copacabana a La Rocinha ya es todo un tema: curvas y contracurvas a toda velocidad para ir subiendo al morro. Los tipos tienen una muñeca privilegiada, pero el giro perfecto implica quedar a centímetros del bondi que viene de frente. En el medio, decenas de motos (que sirven de remís) suben y bajan constantemente. A toda velocidad, claro. En una de esas curvas ascendentes cambia abruptamente el paisaje. El límite lo marca un puñado de policías. Hasta ahí llega el barrio Gávea, uno de los más exclusivos y lujosos del sur de la ciudad, con caserones enormes, paredones interminables y autos de alta gama; hasta que un giro sirve como puerta de ingreso a la Rocinha, la favela más grande de Brasil.
Río de Janeiro se mueve. Toda la ciudad está yendo a ver el partido del local contra Camerún. Algunos al Fan Fest, otros a sus casas, muchos al Jardín Botánico, lugar elegido por los adolescentes para mirar el juego y después seguir de fiesta. En la Rocinha, Nathan y Jefferson aparecen en el camino y ofician de guías. El más chico es petiso, con cara de pícaro e hincha del Vasco da Gama, dice que Neymar “se tira mucho” y que le gusta más Oscar. El más grande es muy lungo, moreno y serio. Juega de “goleiro” en una escuela de fútbol que está “del otro lado del paredón” y asegura que si Brasil queda eliminado, hinchará por Argentina. La respuesta es lógica: por Messi.
La favela está vestida para la ocasión. Todo verde y amarillo. Todos de verde y amarillo. Con la camiseta puesta para apoyar a una selección que lejos está de enamorarlos. Estrada da Gávea, la calle principal de la favela, desborda de comercios, uno al lado del otro: cyber, bar, hotel, un negocio en el que venden cientos de pajaritos... Se puede comer una pizza por 13 reales, alrededor de 10 menos que en Copacabana, y los hospedajes salen tres veces más baratos que en el resto de la ciudad. Nathan y Jefferson tienen la posta y marcan el camino hacia el lugar ideal para ver el partido. Empieza a anochecer, pero los prejuicios quedan al margen.
Ahí es el lugar: en una vereda, una pantalla enorme que ya refleja la entrada en calor de Neymar y compañía. Enfrente, las mesas y las sillas se acomodan a gusto del comensal, mientras en un costado un grupo de chicos decide que su partido de fútbol es más importante que el del Mundial. “¿Después del partido quieren ir a jugar a la pelota?”, invita Nathan.
Cada gol de Brasil es un 31 de diciembre a la noche. Explota la favela con cohetes y bombas de todo tipo que sorprenden sólo a los visitantes. Para entonces ya no quedan sillas libres y los últimos en llegar se sientan en el cordón de la vereda, arriba de una pequeña pared y hasta sobre una camioneta vieja que ofrece vista privilegiada desde atrás. Mientras tanto, unos franceses graban un documental impulsado por capitales ingleses y pasean su ostentosa cámara por la calle, buscando captar los mejores planos del festejo brasileño. La gente ni se inmuta. Neymar la rompe, Fred aparece para calmar las justificadas críticas y el equipo de Scolari termina disfrutando de su primer partido tranquilo en la Copa, sella su pasaje a octavos de final y espera a Chile. Un día después, Uruguay, Costa Rica y Colombia accederán también a octavos, cerrando con seis americanos entre los primeros ocho clasificados a esa fase, al cierre de esta edición.
Pero para eso falta, ahora hay fiesta en la Rocinha. Como si pisaran un hormiguero, la gente empieza a desplegarse para todos lados. Los pasillos son enormes y angostos, las motos siguen pasando y dejan un zumbido. No hay turistas, ahí no hay Mundial. No se escucha la canción de Pitbull, ni pasan mexicanos con sus sombreros gigantes. Cada negocio es una nueva parada frente al televisor, al mismo tiempo que las luces de las casas se van prendiendo a lo alto del imponente morro. “¿Argentino?”, “¿Messi?”, desafían unos policías e inclinan el pulgar hacia abajo. Nathan dice con decepción que a Scolari le gusta jugar 4-4-2 y esa sensación es la que se expande en la mayor parte de los brasileños que ve a un equipo demasiado rígido, pragmático, pero con poca soltura y jogo bonito.
Suena Ay, si eu te pego y ellos sí que se mueven con soltura. Caminan bailando. Los pibes siguen pateando, los colectivos juegan a no chocar y mientras tanto se juega un Mundial. Tan cerca y tan lejos de la Rocinha.
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