Jue 10.07.2014
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AGUAS(RE)FUERTES

Viernes Santo

› Por Juan Ignacio Provéndola

Acaba de llegar por el fin de semana largo y aprovecha el cajero automático de la terminal para hacerse de algunos pesos antes de encarar hacia su destino, a cuadras de allí. Atraviesa las calles del sur, donde las luces no iluminan como en la principal y la sombra sólo acompaña de a ratos. De golpe, un chiflido interrumpe en la oscuridad. Luego, gritos. Se inicia una persecución angustiante que concluye rápido, cuando estos tres tipos alcanzan a Barreiro. Dos lo toman a golpes y le quitan el dinero de la billetera. Mientras tanto, el tercero llama a la policía.

Lo acusan de haber entrado a robar a su casa. Un delirio. Al instante acuden dos patrulleros y se llevan a Barreiro. Encaran para el hospital, iniciando una rutina propia de una detención. Luego lo dejan media hora sentado en la Comisaría Segunda sin que nadie le explique nada. Es todo una horrible pesadilla en la que nadie lo mira, le habla ni lo escucha.

Lo que vive es insólito. Es culpable hasta que demuestre lo contrario. Así de fácil. Un paspado caminando por la calle y ¡zas! encuentran de golpe al culpable de algo que tal vez llene la estadística con la que la policía exhibe su efectividad laboral. No es su irrefutable inocencia lo que le permite zanjar “el malentendido”, sino un allegado al comisario que pone las manos en el fuego por su buena fe. Un as en la última mano: lo juega y da vuelta la mesa. De golpe, la policía se encuentra en las puertas de un escándalo. Tan sólo una denuncia bastaría para hacer público el episodio y obligarlos a explicar algo que no quedó del todo claro. Entonces aparecen los tres tipos, que la policía fue a buscar a sus casas porque sabía dónde vivían, y se produce un careo en el que Barreiro debe reconstruir el ataque, aún tibio, ante la mirada fija de sus agresores.

Después de una larga deliberación, los policías se llevan a los tres tipos y regresan a la media hora. Sin aquéllos, devueltos a sus casas. Eso sí: traen lo sustraído al momento del ataque. Entonces, Barreiro recupera su libertad y dinero. Se produce un oxímoron: las cosas se aclaran a medida que se vuelven más turbias, inexplicables, sin dudas sospechosas. Había oído hablar de gente que robaba para la policía, incluso de causas armadas a costas de perejiles. Se pregunta qué hubiese sido de él si no tenía a mano aquel contacto y las manos empiezan a transpirarle. Saca un cigarrillo arrugado del bolsillo y el comisario le ofrece fuego con una sonrisa espantosa. Pide disculpas por enésima vez, jura desconocer lo que pasó y fuerza un mohín que intenta connotar culpa. Pero también jura haber hecho todo para resolver el asunto, levantándose de la cama a medianoche, comunicándose por handy con los efectivos de calle, mandando patrulleros a buscar a los tipos y poniendo la comisaría entera al servicio del hecho.

Y le dice que, sin querer ofenderlo ni faltarle el respeto, entiende que le había hecho un favor que merecía ser retribuido: además de dar por descontado que no haría ninguna denuncia, le pide que tenga la amabilidad de no contarle nada a nadie de todo lo que había pasado durante la confusa noche de Viernes Santo.

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