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Espuma social
› Por Juan Ignacio Provéndola
El fútbol organizado es una mosca que sobrevuela entre la épica y la miseria, alimentándose lo mismo de miel que de mierda. Lo hace con sus sueldos de vértigo y sus accesos restringidos. Imponiendo reglas y atentando contra soberanías. Aliándose, operando y conspirando para mover el tablero a su gusto. Aunque lo creamos generoso y pletórico de emociones, el fútbol grande sólo nos deja migajas a los hinchas de a pie: verlo en la tele, ponernos un gorro, colgar una banderita o subir a Facebook la foto del ídolo creyendo que le interesa aquello que tenemos para decirle, son las pocas opciones que nos quedan.
Para hacer el Mundial, el gobierno de Brasil gastó cinco veces más que su antecesor, aunque sólo se quedará con el 5 por ciento de las ganancias. El resto va enterito a Suiza, ese país de extrañas leyes donde la FIFA tiene cifrada su sede. El dineral invertido se debió a que había menos infraestructura que en Sudáfrica. Y también para sacarles lustre a obras preexistentes, sabiendo que al otro lado de la pantalla 4 mil millones de espectadores de todo el mundo observarían lo que iba a suceder en este país emergente que aspira a sentarse en la mesa fuerte de la política global. La postal que mejor lo sintetiza es el estadio de Manaos, construido de cero a los pies del Amazonas, lugar de nulo acervo futbolero. Ahora discuten si reconvertirlo en shopping o en cárcel.
El financiamiento de la megafiesta surgió de varios lados. Por ejemplo, de empresas que luego recibieron generosas exenciones impositivas. También del aumento en el transporte público, medida que generó las protestas largamente difundidas. Queda por resolver si respondieron al humor social o si sólo se trató de una magnificación intencionada. Hubo reclamos sensatos y absurdos: desde el drama de la prostitución infantil hasta la queja de un periodista porque no había suficientes máquinas de expendio de gaseosas, desde los 250 mil desalojados a consecuencia de las obras hasta los indignados por los fallos arbitrales. Ninguno logró más repercusión que el gol de Mario Goetze en la final, ante la mirada obnubilada de los políticos más influyentes del planeta, totalmente abstraídos del mundo que dominan. ¿Qué importa más en un circo? ¿La espectacularidad de la mujer barbuda o su humanidad? La sola duda debería perturbarnos.
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