DE PASEO POR EL MUSéE DE L’éROTISME
En el barrio rojo de París, un edificio de seis pisos lleva en su vientre el arte erótico de todos los tiempos y lugares.
› Por Andrés Valenzuela
La vereda está llena de gente. Hay 70 metros de fila de turistas para ver el “show de music hall más grande del mundo”. Al barrio rojo de Pigalle, sobre el Boulevard Clichy, le vino muy bien que Baz Lurhmann filmara Moulin Rouge. Así que dan manija a las aspas de neón rojo entre bares, cabarulos y negocios de lencería. La zona, cercana al Sagrado Corazón y al cementerio de Montmartre, explota de gente de lunes a lunes. Entre ellas, un brillo moulinesco: un pequeño edificio de seis pisos, entrada de vidrio bien iluminada y un cartel que promete: Musée de l’érotisme.
El Museo del Erotismo de París queda en el número 72 del Boulevard de Clichy. La entrada sale 10 euros y al toque llegan tres pibas. Una frase las revela argentinas. Dudan un cachito y relojean con discreción al de la recepción (negro, grandote, pelado, cara bonachona y libro a mano para distraerse) y al que chusmea las primeras vitrinas. Una sale hacia la calle y las otras desisten. Al final, no ven las dos muestras permanentes, ni las temporales: la dedicada al dibujante e historietista Barbe (1936–2014) y la estelar Japon Erotica: la nouvelle generation, segunda muestra de la galería Vanilla, de Tokio, en el rincón parisino. Ellas se lo pierden.
En los primeros pisos hay pijas, tetas y conchas de todas las formas, tamaños, colores y materiales imaginables. Ahí destacan las estatuillas de Africa, Oceanía, el Lejano Oriente y algunas piezas mochicas, del ancestral México. De Europa hay lo suficiente para confirmar que aún en la Edad Media atravesada por el monopolio del servicio a la “Santa Cruz”, había obsesiones de las que era imposible escapar. El material va desde objetos cotidianos (como consoladores, claro) hasta elaborados manuales ilustrados japoneses y chinos “para ayudar a los jóvenes”. Como el orden es temático, cuesta redondear una idea cabal de cada civilización, porque el relato salta de una a otra. Eso sí: queda clarísimo que el gusto y las ganas por poner, ser puesto/a, frotar, ser frotado/a, y otros “er/ados” recorre todas las épocas y lugares.
El cuarto piso presenta el erotismo francés del siglo XIX y comienzos del XX. Fotos en cantidad, maquetas de viejos prostíbulos y proyecciones de algunas películas porno de época (que venden abajo a unos 20 euros). Después de ver la energía primigenia de los pisos de abajo, da cosa encontrarse con la sexualidad contenida de esta etapa. Y un piso arriba está la muestra de Barbe, con buen humor gráfico temático y algunas ideas visuales muy bien logradas.
La estrella japonesa es un poco despareja en lo técnico, aunque a la altura de la cintura la cosa irá en gustos: predomina la fotografía y los artistas de turno pasan de la candidez al sadomasoquismo más extremo. La imagen elegante de la postal contrasta con muchos de estos nipones.
El paseo por el Musée se completa con una visita a la pequeña regalería. Cualquiera creería que ahí hay lápices-pijita o gomas-tetitas, pero no. No hay merchandising “gracioso” más allá de preservativos en sobreprecio que llevan en el paquete todos los chistes fáciles estilo “comete la baguette” y “agarrá mi Torre Eiffel”. Sí se pueden comprar las películas, los catálogos de las muestras, un tarot erótico y muchos libros de la colección Sexy de Taschen (con joyitas como The New Erotic Photography). Luego de eso sólo quedan la pared, el aire fresco de la calle y el bullicio del mundo.
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