BOYHOOD, DE RICHARD LINKLATER
› Por Hernán Panessi
Vivir. Cuando Gokú buscaba las esferas del dragón, Mason era apenas un nene de 5 años. Y mientras Dragon Ball Z le imprimía un tatuaje ad eternum a toda una era, la condensación de la niñez, en un tramo de Boyhood, muestra que toda esa generación anduvo más o menos por la misma: mascando chicles, pintando paredes, jugando videojuegos, haciendo bardo. Richard Linklater repara en una familia, que son todas las familias. “Papá, ¿no hay verdadera magia en el mundo, verdad?”, se pregunta Mason, desencantándose de la realidad. Y el secreto es que hay y no hay.
Primer gestito pop: el pendejo se disfraza de Harry Potter para ir a comprar El prisionero de Azkabán. Es que Boyhood, en cartelera, es una película sobre evolucionar como un Pokémon. Y es, también, un artefacto perfecto que se posa manso sobre lo inevitable: el paso del tiempo. Por caso, la postal se arma durante 12 años, entre 2002 y 2013, entre los 6 y los 18 de Mason (Ellar Coltrane). Y a veces sucede que las grandes penas generan grandes momentos. Tal es la paradoja que Boyhood evoluciona quebrándose: nadie quiere crecer, pero crece. Hay Game Boy, hay X-Box, hay Wii. Se miran tetas en catálogos de lencería. Repiquetea Yellow de Coldplay y se ve The Landlor en la compu. Richard Linklater muestra caminos y desvíos. Regala un instante de certidumbre: la vida es una sola y va, indefectiblemente, como tromba, como Kame-Hame Ha, hacia adelante.
Entretanto, a medida que los tejidos, músculos y pliegues de Mason van estirándose, Linklater entrega un espejo donde está toda esa generación. Asoma un pelín de piberío à-la-High School Musical y una navaja lo corta en seco; ahí está un papá hablando de anticoncepción con sus hijos. Y como universidad, Pineapple Express, Star Wars, las primeras birras, los primeros porros. Y más adelante, Desayuno de campeones de Kurt Vonnegut. La banda sonora se pone mimosa con Vampire Weekend. Y dan ganas de que esto dure para siempre.
Asomarse a la política es un acto que requiere coraje, y Mason y su padre hacen campaña por Obama. No hay lugar común que valga: vivir acarrea problemas. Se cuela la guerra de Irak y la finitud deja de ser fábula para convertirse en hecho. Así las cosas, la adolescencia trae turbulencias, pero también deja entrever espacios luminosos: los primeros trabajos, las primeras novias, las fiestas –allá en piscinas, acá donde pinten– como certificado de adolecer. No faltan Facebook, ni los desamores, ni Bob Dylan. Boyhood se hace grande en los intersticios más pequeños de la existencia.
Vienen la universidad y el nido vacío. Una madre llora por ausencias y, claro, por su soledad. Un padre piola (Ethan Hawke) se mantiene ídem, pero baja un escalón cuando le suma una corbata a su outfit. Entonces, Mason abre sus alas, suenan Los Beatles y comienza a volar. El paseo sinuoso de Boyhood inflama cada instante, cada impresión, cada vez –única e irreversible– que el corazón envía energía vital. Y el futuro tiene un plan para todos: vivir y, al final, morir.
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