“NADAR SOLO”: ¿EL ADIOS AL ROCK INDEPENDIENTE DE LOS ‘90?
Réquiem para un sueño
La ópera prima de Ezequiel Acuña pone en escena un estado de ánimo generacional que mucho tiene que ver con la cultura rock minoritaria de los ‘90, una difusa corriente energética conocida genéricamente como “rock independiente”. A propósito: ¿habrá existido alguna vez?
› Por Pablo Plotkin
¿Qué será de los noventa en el futuro? Daniel Melero suele decir que, en unos años, cuando el imaginario rock proyecte las primeras diapositivas de la década, prevalecerán aquellos grupos que propusieron una estética ajena a las particularidades sociopolíticas del contexto (menemismo, desempleo, desánimo). Según él, los noventa –en términos de trascendencia artística– serán de El Otro Yo, Babasónicos, Estupendo y Victoria Mil, mientras que Los Piojos, La Renga y Bersuit serán vistos como fenómenos de mercado. En definitiva, son todas categorías ficticias, inventadas para sintetizar y definir la esencia de una época. La evolución creativa y el consumo cultural juvenil, en realidad, se rigen por patrones mucho menos perceptibles. Pero entre todas las fantasías (o falacias) que dejó la década pasada –rock barrial, estabilidad monetaria, raves–, hay una particularmente difusa y entrañable: el rock independiente. El rock independiente como rótulo de autenticidad y estilo.
Una de las pequeñas grandezas de Nadar solo, la ópera prima de Ezequiel Acuña, es que consigue transmitir cierta sensación generacional sin poner en escena algunos de sus símbolos más significativos. ¿Cuánto representa la pérdida de una remera de Morrissey para un adolescente argentino de los ‘90? No mucho. No para muchos, al menos. Y si bien el conflicto de la película excede ampliamente el extravío de una camiseta en las fauces de algún lavadero automático, el ínfimo incidente forma parte del problema (incomunicación, desidia, aburrimiento). Del mismo modo, Nadar solo se puede ver como el epitafio de la “cultura rock independiente de los ‘90” sin que se hable del asunto. Más bien elige recrear cierta atmósfera de angustia e indefensión propias de la época.
En la película no aparecen Suárez, El Otro Yo o Fun People; ni siquiera Victoria Mil, Menos Que Cero, Avant Press, Martes Menta o Perdedores Pop. Acuña optó por una banda de los noventa tardíos, Jaime Sin Tierra, que resume el malestar cavallista post-grunge desde una perspectiva actual, y demuestra que, después de todo, los principios básicos del vacío adolescente son más o menos los mismos. La independencia, entonces, puede ser necesidad, convicción o último recurso. “Creo que nunca hubo una escena independiente”, dice Nicolás Kramer, cantante de Jaime. “Como consecuencia del país en que vivimos y la crisis, de repente bandas como Pericos, Babasónicos o Divididos son artistas independientes y todos están felices de la independencia del rock. Jaime Sin Tierra nunca se sintió parte de ninguna escena y nunca trabajó en pos de eso. Siempre tuvimos las mismas ganas de hacer las cosas, y resulta que la única manera, por descarte, fue hacerlo de forma independiente.” Acuña cree que Jaime Sin Tierra “es una banda adelantada en un estado de música emocional”, por eso le propuso participar y aportar la canción que cierra el largometraje (“Inquieto”, incluida en su último disco). “No fue una participación política. No dijimos: ‘Bueno, participemos porque este pibe está reflejando la escena independiente’”, aclara Kramer. “Si eso es consecuencia, bienvenido, pero de ninguna manera fue algo que nosotros tuviéramos en mente.”
Martín Rejtman tampoco tenía en mente diagnosticar ningún cuadro generacional cuando, a principios de los noventa, rodó Rapado, el primer largometraje argentino que contó una historia pequeña alrededor de uno de los choques generacionales más sordos de las últimas décadas. “Yo no tengo idea de lo que le pasaba a mi generación, y no fue mi intención reflejar nada; en todo caso, era un reflejo de un estado de ánimo mío”, asegura. A punto de estrenar su nuevo largometraje (Los guantes mágicos, protagonizado por Vicentico, con banda de sonido a cargo de Diego Vainer), Martín reconoce la influencia del rock en su obra. Suárez compuso la música de Rapado, poniéndose en la piel de una banda “más barrial”, mientras que en Silvia Prieto –protagonizada por Rosario Bléfari– El Otro Yo aparece tocando. “Se murió un poco la escena independiente argentina, ¿no?”, pregunta Rejtman, suponiendo que alguna vez haya existido. ¿Qué cambia? ¿Las cosas o la perspectiva? “Es la eterna pregunta”, responde el director. “Uno no sabe si las cosas cambian o el que cambia es uno. Supongo que son las dos cosas al mismo tiempo.”
De esa clase de enigmas se alimenta casi toda obra que pretende exponer el momento fugaz en que una generación se siente dueña y a la vez expulsada del mundo. Acuña no tiene problemas en asumir el peso generacional de su película, al menos el que representa para él. “Vino un chico que había visto la película y me trajo una copia de Menos que cero, de Easton Ellis. Quedaba claro que había cosas de esa etapa de mi vida. Hubo gente que la fue a ver y me trajo El cazador oculto. Eso me gusta: la película tiene un tono y te puede llevar a otros lugares”, se alegra el realizador, quien la madrugada previa al estreno se la pasó en la calle junto a los dos actores protagónicos (Nicolás Mateo y Santiago Pedrero), pintando las paredes con aerosol y esperando los diarios de la mañana para leer las críticas.
El rock independiente habrá muerto, o pudo no haber existido jamás, pero hay algo que está más allá de todo eso: una sensación que se debilita (o se transforma) a medida que te hacés viejo y que viaja de generación en generación y que tiene que ver con el momento en que te das cuenta de que el mundo es ciertamente incomprensible.
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