En pocas palabras, si Messi se hubiera dedicado a otra cosa, nuestra existencia sería mucho más miserable. Y como no hay laureles que valgan, siempre fue más allá: pontificó la idea de un Fútbol Total y, con más goles que palabras, exclamó que lo suyo era ganar. Esto pudo hacerlo mediante su impunidad. Ganar. Siempre. Donde sea, como sea y contra quien sea. Pero Messi no es maradoniano, es de PlayStation. Entonces, el argentino –que gusta de todo lo que tenga épica– encuentra en la calma de Messi un lugar de disconfort: lo histeriquea porque necesita que su devenir sea atribulado.

Y como el cuello del cisne no va a romperse, hay una gilada que intenta torcerlo. Basta recordar las críticas que recibió después del Mundial. Que no juegue la desmemoria: nació entre los 2.780.400 km² del territorio argentino y se crió en Barcelona desde los 11 años. Sin embargo, es más criollito que el dulce de leche. Allá es héroe incuestionable –de hecho, sólo este año se convirtió en el máximo goleador de la Champions League, del Barcelona, del derby español y está nominado al Balón de Oro– y acá, para algunos, es “un gallego millonario”. Por eso, hasta se corrió la bola de un posible abandono a la celeste y blanca.

Y la violencia sorda que generan las críticas a este arquetipo de la perfección se impiden a sí mismos de disfrutar del Oliver Atom nac & pop. Messi es el centro de ese mundo redondo –como el sol, que es él rompiendo records, dándole de afuera contra Irán, otorgando aquel pase bochinesco a Di María contra Suiza– llamado fútbol: es el mejor de todos los jugadores de la historia.