Jueves, 18 de diciembre de 2014 | Hoy
FESTIVALITIS CRóNICA
Por Yumber Vera Rojas
Cuando El mató a un policía motorizado cerró el Music Wins Festival, debido a que su show se retrasó, el afortunado accidente confirmó la inflexión que se advenía en la escena local. Los festivales se consolidaron en los 2000 como vitrinas musicales por excelencia, pero en los últimos años se desgastaron por falta de concepto y curaduría. El Music Wins fue, aparte de un batacazo, el broncodilatador que precisaban los encuentros masivos en el país: posicionó formalmente al indie, demostró la fragmentación de la música hoy en día, refrescó las grillas con figuras contemporáneas y retomó la vieja costumbre de que el nombre, antes que ensalzar una marca, englobe en sí una identidad sonora.
Aunque Lollapalooza también es consecuente con ese astillamiento homogeneizado propio de la época (en el que el popurrí de géneros, los artistas de minorías y el random se imponen), su debut incorporó una maquiavélica novedad a los eventos locales: el festival es el fin. Antes de que conocieran a los artistas, ya estaban a la venta las entradas, estrategia que desató una euforia que terminó por otorgarle la chapa de “espectáculo del año”.
Eso reforzó el éxito que parece garantizar la importación de festivales foráneos, lo que fiestas como Creamfields o Ultra Music Festival ya experimentaron, mientras se amoldaban a lo que será el inminente futuro de los espectáculos multitudinarios: la transmisión simultánea por streaming. Pero esto no menguó los ímpetus de casa, sino que estimuló incluso a sellos chicos del temperamento de Laptra a robustecer sus festivales, lo que estableció el soporte para el nuevo orden musical.
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