“Cualquiera puede publicar y mostrarse.” Un libro, un disco, una obra de teatro, da igual. Ese comentario, hecho a modo de reivindicación de la modernidad, a veces es usado como cuestionamiento: muchos dicen que se publica “demasiado” sin dejar madurar la obra, que la vorágine de la industria y el narcisismo del artista son un combo explosivo.

Pero el arte se hace haciendo y como canal expresivo de una generación es, a la vez que manifiesto estético, político y filosófico, reflejo de la mirada de época. En pleno uso de sus aprendizajes, y con el marco contenedor de Internet y la amplificación de canales de exposición, la generación del ‘80 maduró, se repiensa, se banca la crisis de los 30 –en algunos casos, una angustiante segunda adolescencia– y dispara sus creaciones.

Proliferan directores, actores, bandas, pintores, escritores, fotógrafos de entre 25 y 34. Un sin número de átomos que componen la indivisible materia de la contemporaneidad. Con sus obsesiones comunes y sus atributos propios: marketineramente señalados como hijos de la democracia, denostados como resabios de los ‘90, sacudidos por el argentinazo en 2001 y rearmados, a tientas, a retazos, en la falsa épica posterior a Cromañón.

Cada uno salió a flote como pudo: en sus obras, en sus discursos, se encontrará la genealogía del hipster, del neohippie, del militante político en tiempos de Internet, del rock endulzado. En suma, de todos los ismos de hoy.