LOS PIBES DE LA GUERRA
› Por Juan Ignacio Provéndola
Cada tanto, dos pueblos se abren fuego de manera criminal en medio de escenarios bíblicos. De allí emanaron testamentos de religiones multitudinarias. Allí, cuentan, apareció Dios, se expresó y hasta mandó a un hijo. Hoy parece el guión desganado de una mala película gore: tres mil años después, aún sangra la Tierra Santa, sin parábola ni evangelio que la pueda definir.
Israelíes y palestinos se arrojan a autogenocidios despiadados hace varias décadas, pocas en comparación a la historia de batallas inhumanas que registra la zona. A diferencia de sus antecesores, pelean por un terreno que juzgan propio y también sagrado. Y lo peor que le puede pasar a una guerra es contar con patrocinio espiritual. Los dioses, de golpe, bajan del cielo, entran al campo de batalla y se vuelven atroces.
El conflicto desigual tuvo su último capítulo entre julio y agosto: 2500 muertos, casi 13 mil heridos y cientos de miles de refugiados por los bombardeos. La campaña “antiterrorista” desplegada por Estados Unidos con la OTAN como escolta abrió un frente de combate paralelo entre las potencias bélicas de Occidente y algunas milicias fundamentalistas del Medio Oriente profundo. Un claro ejemplo de los nuevos modos que la guerra asume en estos tiempos, mezcla de odios étnicos, intervención descarada de países ajenos y disputas de soberanía. Lo que nunca cambia es la carne: las tropas siguen siendo alimentadas por jóvenes inexpertos convocados de apuro y obligados a asomar la cabeza sobre la trinchera en nombre de un jefe que nunca eligieron. Y de un Dios que los deja morir jóvenes, como hizo con Jesús.
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