“Consiguieron vender una película con un árbol que apenas puede pronunciar su propio nombre y un mapache con ametralladoras.” Así abría una nota del NO cuatro meses atrás. Aludía a Guardianes de la Galaxia, la película de Marvel que, para sorpresa de propios y ajenos, la rompió. La rompió en su estreno y, más importante aún, la descoció en las semanas siguientes porque la ñoñada dictaminó que era un peliculón imperdible.

No faltó quien la comparara con la trilogía original de La Guerra de las Galaxias, por su espíritu aventurero en la mejor tradición del “space opera”, por su dúo de personajes “comic relief”, por su protagonista huérfano de padre misterioso y por su “princesa” verde de armas tomar (verbigracia: hija de un genocida galáctico). Hasta allí los paralelismos, porque los Guardianes son ante todo antihéroes. Un atajo de descastados, bribones y mercenarios que apenas pueden desayunar juntos sin hacer volar un tugurio por los aires. Y son maravillosos.

Guardianes de la Galaxia, le guste a la crítica especializada –que rechina los dientes ante cada una “de superhéroes”– o no, es una de las películas del año. Es honesta, vende aventuras espaciales al borde de la locura, y cumple de sobra con eso. Tiene una épica a prueba de láseres y una banda de sonido retro setentaochentoso encantadora. Además, es una historia de amistad, de atorrantes hermanados por la desgracia, los baños de la prisión y unas cuantas copas de alcohol. Que estrenen ya la segunda. Porfa.