APOSTILLAS DE UN UNDER MAINSTREAM
Por su laburo federal, representatividad o estirpe ricotera, hubo grupos de rock que coparon estadios.
› Por Juan Barberis
“Traigo leña para que no muera un fuego”, avisaba Santiago Aysine en Que nunca se repita, una canción de protesta ardorosa que reflejaba por lo bajo el principio de una nueva era para el rock de Argentina. Habían pasado apenas cinco años de Cromañón, la peor tragedia nacional en medio de un acontecimiento público, y de repente un sobreviviente salía a intentar el oficio de compositor y cantante –o trovador accidental–, como si de ese modo el hollín del pecho finalmente supurara más rápido.
En ese tema de más de cinco minutos, una larga y ferviente oda a la desazón como parte de Ya no somos dos ahora, su disco debut de 2009, Salta La Banca no hacía más que encarnar la voz acongojada de un público de rock que tenía su génesis en los ‘90 y que una década más tarde experimentaba el desconcierto total.
Los primeros diez años del siglo XXI ya se habían cargado (por diversos motivos) a los máximos exponentes de estadio del país, grandes monstruos a la hora de recaudar público como Los Redonditos de Ricota, Los Piojos y Bersuit Vergarabat. Ese crac interno, que con Cromañón tuvo un segundo golpe trágico, terminó por redistribuir la gran masa acostumbrada a las misas y los rituales en busca de nuevas figuras de devoción.
El caso de Salta La Banca, como contención para ese sector huérfano que deambulaba pidiendo justicia, resulta paradigmático: con sólo cinco años de rodaje independiente, tuvieron un ascenso meteórico que los depositó el pasado octubre en su primer Luna Park. Lo de la banda de Aysine, sin embargo, seguía la senda de Las Pastillas del Abuelo, un proyecto hermano que ya había nacido cuando sucedió Cromañón, pero que después de 2004 empezó a albergar parte del público habituado a las grandes escalas: en 2008 agotó su primer Luna Park y desde entonces ensaya maniobras superadoras, como su propia kermesse de 2012, a diez años de su nacimiento, en el Hípico de Buenos Aires.
Las medidas y controles aplicados después de la tragedia, sin embargo, avanzaron en detrimento de las grandes concentraciones de público, generando nuevos fenómenos como Onda Vaga que, con su formato práctico y desenchufado, se cansó de llenar el Konex, hasta que el año pasado coronó su primer Luna. Bandas como El Bordo y Eruca Sativa, en cambio, acumularon gran millaje por el interior del país –donde existe un público ávido y los controles y restricciones nunca llegaron a ser tan severos como en Buenos Aires–, y lograron configurar un entramado federal que las ubica como dos de las bandas de mayor crecimiento en estos últimos diez años, con escala de teatros y pequeños estadios.
Lo de La Beriso, por otra parte, es uno de focos más llamativos de la era post-Cromañón: una banda de rock de estirpe ricotera, que con alevosas similitudes estéticas con Callejeros –la voz de Rolo Sartorio parece adosarse al vibrato torturado de Fontanet– y sin siquiera ningún tema visible, cristalizó su pronunciado ascenso en 2013 con su primer Luna Park colmado por una marea de gente que buscaba proyectar su voz, flameando banderas de una banda ya extinta. Aquella noche capturada en HD, el show volvió a ser del público, con un Sartorio respetuoso y agradecido, ubicando a la gente en un rol definitivamente protagónico. Fue una imagen capaz de retrasar el reloj unos diez años.
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