Jue 29.01.2015
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VERANO CALIENTE #2: FUERTE APACHE

Suerte Apache

Desde una torre de agua a cien metros de altura, del confín villero se adivinan sus murales y canchas, y su otra historia.

› Por Juan Ignacio Provéndola

Medio siglo después de inaugurado, Fuerte Apache amucha unas 40 mil personas en apenas 35 manzanas. No es una villa sino algo aún más perverso: el confín donde distintos gobiernos (militares y no) depositaron a muchos villeros de la Capital para ocultarlos. Las construcciones se distinguen entre monoblocks, tiras y nudos que recortan el cielo en un Tetris tridimensional, aunque los puntos más altos no están allí sino encima de las inmensas torres de agua abandonadas. Algunos de esos cíclopes de cemento mantenidos en pie gracias a la arquitectura o la fortuna aún conservan largas escaleras verticales de hierro que sobrevivieron a otro siglo para que hoy las trepe quien se anime. El premio es el acceso a uno de los pocos espacios de infinitud y libertad que ofrece un barrio ceñido por viejos problemas habitacionales, la intervención de la Gendarmería y los prejuicios sociales acumulados a través de las décadas.

“¡No mires hacia abajo!”, recomienda Johann, mientras escala con pericia de baqueano. La cima es una pequeña sala circular llena de escombros y aberturas donde el viento se envuelve en un ruido blanco. Una vez arriba, Johann señala con precisión de cartógrafo todos los cuerpos de ese conglomerado urbano apoyado en Ciudadela, a metros de la General Paz. El característico bullicio no llega hasta ahí: Fuerte Apache luce muy distinto a más de cien metros de altura.

Cerquita se ve el potrero donde surgió Carlos Tevez, hoy reconvertido en cancha de sintético, y un poco más allá emerge el estadio de Almagro, equipo que identifica al barrio. Disimulados entre el hacinamiento edilicio, varios paredones desprenden imágenes en colores. Son murales en los que aparecen personas efectuando oficios, flores flotando en el aire, libros abiertos de par en par y multitudes movilizadas, icono que Ricardo Carpani y otros legendarios pintores sociales solían elegir para figurar al colectivo como sujeto de acción y reserva moral frente a la opresión.

La iniciativa surgió de Johann Pedrozo, Matías Espíndola, Cristian Cardozo y Joel Castaño, cuatro compañeros de la Escuela Media 7 interesados en la Historia que no enseñan los manuales: la propia. La denominación Fuerte Apache surgió durante la cobertura televisiva de un tiroteo en 1985, y de ahí en más quedó por siempre identificado como madriguera de hampones e infames. Pero el barrio y sus problemas existían mucho antes del hallazgo sensacionalista. El Fuerte carga con el peso de una historia definida más por la mirada ajena que por la propia.

En 2005, cuando Gendarmería desplegó sus botas entre pasillos y callejuelas, el Fuerte ofrecía estadísticas muy penosas, sobre todo entre los jóvenes. Siete de cada diez detenidos eran menores de edad con portación de arma, mientras que un informe estimaba que 400 de los 2000 pibes que entonces tenían 15 años probablemente no llegarían a los 19: uno de cada cinco.

Una década después, varios coinciden en que la fuerza calmó ciertos ánimos, aunque la política del miedo y el control no bastó para saldar todas las deudas sociales e institucionales. “El barrio está más tranquilo, pero no alcanza. Los de afuera deben hacer su trabajo, sobre todo mental”, razona Cristian, consciente de que muchos vecinos deben ocultar su procedencia cuando salen del Fuerte para buscar el trabajo que adentro escasea.

Con la ayuda logística del Ministerio de Gobierno bonaerense, la iniciativa craneada entre recreos devino en “Museo a cielo abierto”, un programa que congregó en Fuerte Apache a 40 experimentados muralistas del país y de Latinoamérica, quienes dieron cauce y vuelo a las ideas originales a través de la pintura, un lenguaje universal que sienta en la misma mesa al talento erudito de museo con el oficio obrero de brocha gorda. Cinco meses después se terminaron una veintena de murales que pretenden recomponer calles adentro un relato fragmentado fronteras afuera.

“Queremos mostrar nuestros sueños, miedos y angustias, que no necesariamente son los que imaginan quienes conocen al barrio por la tele”, expresa Joel. Al lado de un cartel verde de señalética se extiende un ancho paredón. A simple vista parece tener escrito “Fuerte Apache”, aunque detrás de la F inicial se esconde una S que cambia por completo el sentido de la frase. “Es una suerte haber nacido acá, porque es nuestro lugar en el mundo. El nombre no nos molesta, no dice nada de nosotros. Los que dicen mucho, en cambio, son los prejuicios que se proyectan”, sostiene Matías.

El barrio no necesita la conmiseración del burgués, que se lamenta tomando un café o escribiendo un artículo, sino la aceptación de un relato propio. Por eso, la figura del Gauchito Gil se impone a la de San Martín como prócer autóctono: la fe es más liber(t)adora que cien cruces a los Andes. A diferencia de lo que creen los puristas, el arte no se desvaloriza cuando abandona la abstracción para exponer reclamos sociales. Por el contrario, resulta mucho más digno que batir cacerolas en la esquina de casa.

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