Jue 03.07.2003
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¡ATENCION!: NUEVA COMIDA RAPIDA ARGENTINA

Chatarra desencadenada

En plena alerta de Escherichia coli y cierto contexto de resistencia a los símbolos del fast food global, el ingenio empresarial criollo ofrece alternativas autóctonas sobre el modelo de franquicia extranjera. Siempre comiéndome porquerías, vos...

› Por Pablo Plotkin

Si el hipopótamo tragabasura de Pumper Nic despertara del sueño eterno de los perdedores hermosos, se toparía con un microcentro parecido a su estómago. Los gases tóxicos de Florida y Diagonal Norte combustionan con la versión galacticoya de “I just called to say I love you”, de Stevie, a cargo de un grupo de new age andino. Del otro lado, estatuas vivientes con mamelucos de Aguas Argentinas tiran de una soga amarrada a una carpa de obras públicas. Evidentemente, conceptos como expropiación del Estado, creatividad en época crítica e influjo turístico están generando formas de arte imprevisibles. Y ahí está la comida rápida (o al paso, o chatarra) multiplicándose como eructos del hipopótamo de Pumper. Con los colosos del género convertidos en blanco del movimiento de resistencia al corporativismo global, las franquicias argentinas oponen niveles competitivos de ingenio y contenido graso. Ya lo dijo Pablito Lescano: “Si chorrea la grasa, que chorree la grasa en toda la Argentina”.
La panchería en cadena es un concepto que se está desarrollando más allá de los carritos callejeros y el casi de culto Pancho 46. Gringo tiene tres sucursales en el centro y una variedad que desafía la lógica tradicional del más bastardo de los géneros gastronómicos. El pancho “Alemán”, por caso, viene con salsa tártara, repollo colorado, mostaza blanca casera, pepino y semillas de amapola. “Nunca me hicieron mal”, asegura Juan Manuel, un fumigador de 21 años con mochila de La Renga, empujando el último bocado de un “1er. Aniversario”, el hit de la casa: roquefort, rodajas de tomate, salsa golf y lluvia de papas pay. El fumigador (acaso inmunizado) almuerza casi todos los días aquí porque los panchos “son riquísimos y baratos”. A las dos de la tarde, esta panchería de Florida que comparte comercio con una agencia de quiniela es la versión vienísima de la garganta del diablo. José Luis, el encargado, no quiere revelar la cantidad de salchichas expendidas por día. “Hacé la cuenta... En cada una de estas cosas hay doce docenas de panes”, orienta. Bien: 144 panes por cada uno de los trece escaparates, al final del día habrán vendido... ¡Más de mil quinientos panchos!
Es sabido que, en sus expediciones turísticas al tercer mundo, el viajero anglo promedio prefiere la sólida previsibilidad de los consulados gastronómicos imperiales: McDonald’s, Burger King... El Big Mac sabe a Big Mac en Nueva York, Kenia y Buenos Aires (misterios del alquimista Ronald), de modo que no hay necesidad de experimentar con chatarra autóctona. Sin embargo, hay excepciones. Simon es un neocelandés de 26 años que está de viaje por tres semanas en la Argentina. Clavándose un “Uruguayo”, el oceánico resopla aliento a mostaza dijón y explica: “Prefiero probar nuevos sabores. McDonald’s y Burger King hay en todas partes. Esta clase de hot dogs, en cambio...”.
“Comida de preparación rápida, precocinada, expuesta a diversas fuentes de calor durante muy poco tiempo. Suelen tener exceso de grasa y sodio. Casi siempre está ligada a la producción en serie. Comida de desechos, de baja calidad. Eso es la chatarra: partes del coche que ya no sirven. Lo que yo llamo coloquialmente ‘me cago en las calorías’.” Jorge Braguinsky, director del posgrado en Nutrición de la Universidad Favaloro, improvisa una definición genérica.
Ahora bien, la chatarra está en todas partes, en todos los barrios y en todas las instancias de la alimentación. Chatarra hubo siempre, pero no siempre existió la franquicia de chatarra o la chatarra en cadena. Más allá de Pumper, que en verdad vino a plagiar el modelo de hamburguesería estadounidense (sólo que con Gianni Lunadei como figura publicitaria), habría que señalar a Ugi’s como el caso fundacional de comida argentina barata, berreta y –sí– en cadena (Pizza, birra, faso es a Ugi’s lo que las películas estudiantinas de los ‘80 representaron para los merenderos yanquis). Lugares basados más en el concepto que en el producto, más en la estética que en el sabor. A esta altura, los locales de comida rápida de Buenos Aires concilian colonización cultural gastronómica (la hamburguesa, el combo, la porción de pizza “tamaño neoyorquino”) e identidad estomacal propia (chimichurri, fainá, salsa criolla).
La aparición de franquicias como “Paty delivery al paso” (la marca que tradujo burger al argentino) y “Mostaza” es síntoma de esta estetización argentinísima de la comida rápida extranjera. La empresa que posee la franquicia de Paty (Quickfood) pide 40 mil pesos a todo aquel que quiera vender masivamente –y en diversas variedades– el célebre pati de cancha. El éxito de la franquicia Las Medialunas del Abuelo a un par de años de la caída de Dunkin’ Donuts manifiesta que, en materia pastelera, el argentino no transa. Sólo Empanadas –que formateó el manjar criollo hasta convertirlo en producto en serie inmutable– crece como red céntrica y suburbana, y amenaza con convertirse en nuestro Kentucky Fried Chicken.
Mientras en Estados Unidos las organizaciones defensoras de la salud arremeten contra las corporaciones de comida rápida responsabilizándolas por el avance de la obesidad, las empresas argentinas copian el modelo y lo disfrazan de nacional y popular. “Las grasas comidas en exceso podrían sugerir un aspecto tóxico, entrar en la categoría de lipotoxicidad: exceso de grasa intracelular”, advierte sombríamente el veterano Braguinsky. “Es una de las amenazas más importantes que tenemos los humanos.” Berp.

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