ROBóTICA Y MECATRóNICA EN EL OJO DEL HURACáN POP
La dualidad antológica en torno de la robótica (que es buena, que es mala, que es la salvación, ¡que es la aniquilación!) se reescribe desde que el miedo humano ya no es a la devastación sino al desempleo. ¿Pero hasta dónde se puede rechazar una rama científica que entraña tan alto fetichismo?
› Por Juan Francisco Ruocco
Saturno llegó a las góndolas de las jugueterías en la Navidad del ‘92. Era un muñeco simpaticón con un parecido de familia con los robots de los ‘50. Tenía una pantalla incrustada en el pecho que proyectaba imágenes del espacio, funcionaba a pilas, caminaba solo y cuando chocaba contra una pared se daba vuelta y volvía en la dirección opuesta. Cualquier niño que lo vio en acción creyó que era un robot hecho y derecho.
Por la misma época llegó Terminator 2: El día del juicio final. Ningún niño que haya sido expuesto al legendario film por un padre fanático de las películas de acción la olvidó. Entre los varones de 25 y 30 años tiene un estatus mítico. Es difícil olvidar al implacable robot asesino de metal líquido modelo T-1000 de Cyberdine. O esa apertura, con Schwarzenegger en culo entrando a un bar de motoqueros mientras sonaba Bad to the Bone de ZZ Top.
Pero lo que realmente le voló los sesos a esa generación fue la idea de Skynet: un software de defensa que se vuelve consciente de sí a los cinco minutos de ser prendido, y en respuesta a ser apagado desata un apocalipsis nuclear. Los sobrevivientes del holocausto son perseguidos y exterminados por una nueva generación de robots asesinos creados por Skynet. No se dudó un segundo de que el futuro sería así, que se trataría de sobrevivir a una guerra con los robots. John Connor fue el profeta. El éxito y la vigencia de la película se basó en que llevó al público mainstream el temor a ser reemplazado por una tecnología creada por sus propias víctimas.
Desde entonces se impusieron dos miradas sobre la robótica. Una de confianza y otra de desconfianza, los polos entre los cuales oscila el péndulo de la aceptación de la tecnología en la vida humana. La función de los robots se comprende dentro de esos extremos: cooperar con la Humanidad para sortear sus propias limitaciones y construir un mundo mejor o ser los artífices del reemplazo de la especie y sellar la extinción humana.
Un robot es una máquina diseñada para reemplazar tareas humanas que combina elementos mecánicos, electrónicos e informáticos para realizar tareas en forma automática. El robot por excelencia es el brazo mecánico, y no por un capricho sino porque es por lejos el miembro más versátil del cuerpo humano. El brazo tiene articulaciones (cintura, hombro, codo, muñeca y dedos) y cuenta con seis grados de libertad de movimiento: adelante/atrás, arriba/abajo, izquierda/derecha, cabecear (pitch), guiñar (yaw), rodar (roll). Los circuitos electrónicos ejecutan las ordenes del controlador y de los sensores que toman información del ambiente para que el robot sepa dónde está y cómo es el objeto con el cual va a interactuar. El controlador es un microprocesador que corre un software que indica la tarea a realizar. Un robot entonces es una pieza integrada de sensores, circuitos, sistemas de control y mecánica, que permite suplir una tarea humana.
En 1959, los ingenieros yanquis Joseph Engelberger y George Devol fundaron Unimation (acrónimo de Universal Automation Inc.), la primera empresa dedicada a la fabricación de robots. En 1961 instalaron su buque insignia, el Unimate, en la cadena de montaje de General Motors. Ocho años más tarde, General Motors creó la primera planta automatizada del mundo, duplicó la cantidad de autos fabricados por hora y revolucionó la industria automotriz.
Pero el robot inmediatamente se convirtió en objeto de consumo y fetiche pop, y más durante la década del ‘90, con el auge de la televisión por cable y las videocaseteras: Mazinger Z, Grandizer, Voltron y Daltanias acompañaban las tardes de dibujos animados. Estos robots, a diferencia de Terminator, eran la herramienta primordial para garantizar la supervivencia del hombre. Todos estas series pertenecían al género de robots gigantes, en el que los humanos pilotean máquinas de 30 metros para luchar contra monstruos gigantes. Fueron el germen de otro icono generacional, los Power Rangers y su inolvidable Megazord, un robot gigante que se formaba cuando se ensamblaban cinco robots mecánicos con formas de animales prehistóricos.
En otros clásicos noventosos como Los Centuriones o Los Halcones Galácticos, la máquina era una extensión del cuerpo humano o bien funcionaba como armadura y exoesqueleto. Dos películas estrenadas en 2014 como Elysium o Edge of Tomorrow continuaron y actualizaron este legado de hombre integrado a la máquina.
Lo curioso es que este tipo de tecnología ya existe, y hay una rama de la ingeniería, llamada mecatrónica, que se encarga de estudiarla y aplicarla. O es más bien una confluencia de ramas de la ingeniería: la electrónica, la mecánica, el control y el software. Este enfoque sobre la ingeniería se está aplicando para perfeccionar tecnologías ya existentes o desarrollar algunas completamente nuevas. Por caso, Ekso Bionics, una compañía con base en California, vende un exoesqueleto diseñado para que personas con parálisis puedan volver a caminar asistidas. Y hoy en día todos los autos nuevos cuentan con una unidad de control de motor, una CPU cuya función es la de aumentar la eficiencia de consumo de combustible de motores. Pero los desarrollos más flasheros en esta disciplina incluyen a los MEM (Sistemas Micro-Electro-Mecánicos), dispositivos de tamaños que van del milímetro para abajo y, pueden por ejemplo, navegar por el sistema sanguíneo en busca de enfermedades, analizando célula por célula, como el Autobús Mágico.
En el año 2000, otra vez los robots salieron al encuentro en la pantalla chica. Los niños de los ‘90 entraban en la adolescencia, la última curva de la convertibilidad venía jodida, la Alianza tenía mucha más capacidad de ocasionar daño que el temido IDK, y dos productos marcaron el clima apocalíptico de la época. The Matrix era la figurita difícil de los videoclubs; Evangelion era la niña mimada de los chicos suertudos que aparte de tener cable, tenían el canal dedicado a la animación japonesa, Locomotion.
Evangelion transcurre en Neotokyo en 2015. La agencia secreta NERV construye unos “robots” gigantes llamados EVA para pelear contra doce ángeles (que son más o menos monstruos gigantes) que Dios, sí Dios, manda para aniquilar la Humanidad. Los EVA, a su vez, resultan ser unos humanoides gigantes que representan el próxima paso de la evolución humana.
En Matrix, la Humanidad de nuevo es víctima de su propia creación. Luego de la película, salieron unos cortos bajo el nombre de Animatrix. Uno que se destaca es The Second Renaissance, que cuenta cómo los seres humanos y los robots entraron en guerra, luego de que las personas tiranizaran y esclavizaran a las máquinas. Esto termina en una espiral de destrucción mutua que desemboca en la conocida premisa de la película de los Wachowski: la Humanidad no es ni más ni menos que una fuente de energía para las máquinas, que cultivan personas en celdas de líquido amniótico y mediante una realidad virtual compartida, las mantienen dominadas.
Sin embargo, estos dos polos entre los que se plantea el problema son estériles. Si el destino de la robótica es la cooperación total con la Humanidad, entonces no hay problema. Y si por otro lado la única salida es la aniquilación, el dilema es inútil porque no tiene solución. No se puede escapar a un apocalipsis determinado por una inteligencia artificial superior a la humana, estilo Skynet. Por eso, una vez más aparece una tercera posición equidistante: el verdadero problema con el que habrá que lidiar está en el medio de los extremos, y su nombre es “automatización”.
Los términos en los que la ficción especulativa plantea este problema son o bien que la tecnología es buena o bien que es mala. No es posible hacer un juicio de valor sobre esto. Lo único sabido es que la tecnología es irreversible: una vez que se la comienza a utilizar en algún sector de la vida cotidiana, ya no se vuelve atrás.
John Connor no estuvo sólo en su cruzada contra las máquinas. A finales del siglo XVIII, el obrero Ned Ludd entró a la fábrica donde trabajaba y destruyó a martillazo limpio dos máquina que suplantaban el trabajo de varios operarios. Así surgió una tendencia llamada Ludismo, que sostiene que la utilización de tecnología en la industria va a llevar al desempleo masivo.
Los economistas la llamaron Falacia Ludista, porque según ellos la evidencia historia demuestra que los operarios desplazados por las máquinas se convirtieron en operarios de dichas máquinas y a la vez éstas fueron herramientas para aumentar su productividad. Sin embargo, ya se llegó al punto en el que las propias máquinas empiezan a hacer el trabajo sin necesidad de que alguien las opere. Basta pensar, por ejemplo, en el impacto a gran escala en la industria del transporte de un automóvil que se maneje solo, como el que desarrolla Google. U otro ejemplo, un algoritmo que reemplace a los contadores. U otro que lea cosas de Internet, haga copy-paste y reemplace a los redactores y periodistas. ¿Dónde se absorbería esa masa trabajadora?
Crear nuevos trabajos implica más especificidad y más especificidad implica más estudios, pero no todos los sectores pueden acceder a esos niveles de educación. Entonces, la consecuencia serían sociedades en las que la brecha entre ricos y pobres estaría acentuada. Este parece ser el desafío a no tan largo plazo de esta generación: ya no sobrevivir a la aniquilación masiva sino sobrevivir a la obsolescencia, al desempleo.
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