La genialidad de Frank Zappa anida en su universo deforme e inabarcable. Y su música es el espejo de la arenga sociológica cuyo fin era el rompimiento de los esquemas achacados por la cultura. Esa coherencia conceptual, ligada a su fértil composición, fue la mano que denostó los linajes formativos tras los siglos de los siglos. Zappa despreciaba la radio y ese ímpetu poderoso de querer que todos fuéramos iguales. Por eso exhortaba a salirse de los esquemas tras ese grito: ¡Freak Out! Y es lo que él mismo hizo.

El homenaje que ofrece su hijo Dweezil en el show Zappa vs. Zappa, que trajo a Buenos Aires la semana pasada, es una invitación a conocer ese legado como un todo que convive en armonía. No es sólo la música de sus 62 discos grabados en vida, además del resto de ediciones póstumas. Es la certeza de que se puede cuestionar lo que viene dado y de que se puede ser originales y creativos.

Las peladas y cabezas canas prevalecían en el público frente a algún afortunado sub 25. “Esperé quince años este momento”, decía un pibe a otro. Bastaba mirar los ojos de los que salían del Teatro Vorterix el jueves pasado para saber que estaban pensando lo mismo. Ganaron los fans que antepusieron el amor a ese inclasificable ser a quedarse en casa mirando el bochornoso Boca-River.

Ellos también gritaron “¡Freak Out!” la semana pasada. Porque volvieron a sus casas con el recuerdo de los clásicos ejecutados por una banda majestuosa, además de discos autografiados por Zappa junior y fotos con sonrisas, en las cuales no se puede reconocer quién irradiaba mayor felicidad: si el fan o el propio Dweezil. Para todo lo demás, existe una tarjeta de crédito que clasifica a sus clientes según el consumo.