Todavía vivo
POR ESTEBAN PINTOS
La semana pasada este suplemento hizo uso de su derecho a la provocación -un viejo truco del No, por otra parte– y proclamó, muy suelto de cuerpo, “el rock chabón murió”. Las razones de aquella sentencia, expuestas y sostenidas por algunas opiniones más o menos calificadas, aludían a una incierta renovación generacional y estilística tanto como a una creciente parálisis creativa de sus artistas emblemáticos. Ningún disparate, por cierto.
Pero no todo puede ser tan cierto, o tan contundente: el que generalizadamente se insiste en llamar “rock chabón” (también se acepta “viejita, futbolero, barrial, del aguante”) acumula otras razones para sostener lo contrario. O sea, está vivo. Más vivo que nunca, sin exagerar. Razones de mercado (ver recuadros) no le faltan y, lo más importante, se instaló definitivamente como una de las dos grandes bandas de sonido de la Argentina de los últimos diez años (la otra es la cumbia, qué duda cabe). Ese es el punto: el “rock chabón” es mucho más que un estilo musical o un puñado de bandas que alguna vez mencionaron la esquina, los pibes, la cerveza, la marihuana, el Che Guevara, Luca, los Redondos y el fútbol como símbolos de pertenencia. Que lo son, también.
La razón de esa subsistencia y el vaticinio que desde aquí puede hacerse sobre su larga vida (larga vida al rock chabón, vieja), es otra, mucho más fuerte que una moda, un cuelgue o una jugada de marketing. El rock chabón, el rocanrol que responde a una tradición histórica del género desde que es visto y escuchado como tal en Argentina (Manal, La Pesada, Pappo’s Blues, una posible santísima trinidad), sintoniza como nadie con un tiempo y un lugar. La mayoría de una generación que creció en democracia y eludió consciente o inconscientemente la militancia social, encontró en la versión viejita de los 90 de los Redondos (ni Gulp!, ni Oktubre, ni Un baión para el ojo idiota pulsaban esa cuerda, está claro), en Los Piojos, en La Renga y también en Viejas Locas, la Bersuit y en menor medida y por distintas particularidades también en Divididos y Los Caballeros de la Quema, su bandera de militancia y símbolo de pertenencia. Un tipo de rock neoperonista, si es que cabe la figura. El cruce de esos códigos de esquina y aguante –qué mayor legado de este tiempo que la famosa palabra- con la pasión futbolera que provocó en esa misma generación la irrupción de Diego Maradona (ungido por el No como la más grande estrella de rock argentina, vale recordar), el título mundial de México ‘86, el subcampeonato de Italia ‘90, la montaña rusa esperanza-frustración de Estados Unidos ‘94, más la invasión de la estética “Fútbol de primera”, el par de sonoras visitas de los Rolling Stones –involuntarios disparadores de una determinada cultura, única en el mundo– y el ascenso de un nuevo tipo de estrella rocker “como vos y como yo” (Chizzo, Andrés, Pity, el Pelado, Iván), lo hicieron posible. Así, la posta pasa de generación en generación y hoy es posible ver niños, pre-adolescentes y por supuesto adolescentes y jóvenes, luciendo sus remeras, mochilas, tatuajes, cadenitas y demás símbolos de pertenencia. En eso ya se parece al fútbol:elegís la banda (el equipo) y te prometés seguirlo “vaya donde vaya”. Esa misma fidelidad hace pensar en una cíclica reproducción del fenómeno popular que sustenta este reinado rockero.
Después, el debate sobre la correcta categorización o la existencia o no del “movimiento”, dispara otros razonamientos. Pablo Marchetti, uno de los responsables editoriales de la desaparecida revista La García (el medio gráfico que más y mejor entendió esa “cultura del aguante”, a veces hasta mofándose de ella), dice que “no existe como subgénero musical porque todas las bandas a las que se agrupa con ese término son completamente diferentes. En lo que sí coinciden es en la postura frente a la prensa, y en buena parte del público. Hablar de rock chabón puede ser un término gracioso para calificar actitudes del público, pero es no serio para calificar a la obra de esas bandas. Es un determinado estereotipo de fan con el que La García tuvo complicidad y a la vez se rió muchísimo de ese estereotipo, del que muchos de esos fans también se rieron. Como movimiento artístico, estético, nunca existió.”
Cuenta Marcelo Martínez, integrante del equipo de producción del programa Day Tripper de la FM Rock and Pop, y más conocido para los oyentes como H. Torabe (el tipo que elige y habla de los demos de bandas nuevas que llegan al programa): “La mayoría de los demos que llegan son de rock chabón, casi el 90 por ciento. El 90 por ciento de ese 90 por ciento son bandas que imitan a La Renga, un 5 a Viejas Locas y un cinco a otras bandas. Quizás pasa más que se trata de bandas de rocanrol más fácil de imitar”. Dato contundente, el rock chabón como símbolo del “quiero ser” en cientos de bandas que arrancan y sueñan con las bengalas, las banderas y las canchas llenas. Otra opinión, la de Omar Mollo, rockero si los hay, apunta hacia el peligro de ciertos excesos “de aguante” que puede provocar: “Para mí el rock no va a morir jamás, como dice el Chizzo. Hace mucho que lo vienen matando, pero siempre resurge de las cenizas. Creo que tiene que cambiar la gente más que la música, porque muchos se agarran de eso para desfigurar. Lo que hacen no va con la música que están escuchando, es un rock cuadrado, marcado, más stone, y la gente es más agreta. Amo el público de Los Piojos o de Divididos, porque son unos pibes hermosos, macanudos, es una fiesta en los recitales. El público de los Redondos quizás sea el mismo, pero se contagian, hay algo feo que pasa. Gracias a Dios no son muchos. El rocanrol es enérgico, entonces está a un paso de lo agresivo. Si estás de buen humor, es energía eléctrica, si estás de mala es agresión”.
La convocatoria popular de las bandas-emblema, que no parece bajar sino todo lo contrario, y la firme presencia de una cultura urbana con códigos y estética propios, sostienen la existencia del mentado rock chabón. ¿Es suficiente? En Argentina 2002, viajando por la autopista de la decadencia y la marginación social, basta y sobra para pensarlo longevo e inalterable. Como otras tantas cosas de este país, buenas y malas.