VERANO CALIENTE #7
Gaviotas y cetáceos, la comezón del séptimo picotazo.
› Por Juan Ignacio Provéndola
Una chica vestida de NorthFace se acerca con impronta de Testigo de Jehová a unos turistas sentados en la cubierta de un barco-submarino. Viene con un plan que nadie podría rechazar: salvar a las ballenas. Representa a una ONG que ofrece “adoptar a un cetáceo”. El padrinazgo no consiste en llevarse a Moby Dick a casa, sino en abonar una suma de dinero para ayudar al mamífero escogido. La elección es a través de un catálogo de fotos. Increíble pero real.
La indiferencia de los interlocutores es tan cortante que la ecomilitante se pone nerviosa y se caen sus folletos papel ilustración a cuatro colores, materiales suficientemente tóxicos para alterar un ecosistema celosamente cuidado con carteles tipo “conserve su basura en el bolsillo y tírela en un cesto de regreso a tierra”. Por suerte, el viento no es tan fuerte y los panfletos no llegan al agua. El mundo vuelve a estar a salvo, aunque la ridiculez no cesa: la embarcación avanza con el estruendo de sus motores allí donde advierte la presencia del voluptuoso mamífero marino.
Península Valdés es el sitio predilecto de la ballena franca austral tanto para aparearse como para amamantar. Y también el del turismo para acercarse y observarlas hasta la obscenidad. Es como si estuvieses tomando leche de la teta o garchando y, sin que nadie te avisara, 60 pares de ojos se posaran encima tuyo con el ruido ensordecedor de un motor subacuático.
Pero no es el único problema al que se expone la especie. Las gaviotas, que tan bella postal componen sobre sus lomos, aguijonean con sus picos la piel en búsqueda de la grasa subcutánea, dejando profundos surcos en el lomo e inoculándoles baterías que enferman a los cetáceos, obligando a las ballenas a salir a flote para respirar menos tiempo del debido y a derrochar en ello esfuerzos que debieran ser utilizados para buscar alimento o amamantar. Conseguir aire se convierte en una tortura.
Algunos ironizan con que el fin de las ballenas no lo marcará el hombre sino la gaviota. Error: estas aves carroñeras proliferan por los basurales generados con la descontrolada intrusión humana. Para colmo, la alternativa pensada agigantó el drama: queriendo exterminar a las gaviotas con rifles sanitarios, terminaron contaminando el agua con el plomo de los perdigones. Finalmente, la solución parece venir en forma de papel: será en el billete de 200 pesos donde las ballenas, aunque torcidas, no pierdan valor y perduren en paz.
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