VAPORWAVE, ¿GRAN ARTE MILLENNIAL O PURA VENTA DE VAPOR?
El primer género musical cien por ciento globalizado se vale de soft jazz publicitario, ambient de sala de espera, lentos y clásicos; los mutila, repite y deforma en una nebulosa lo fi y narcótica. Pero este gesto de materialización del consumo irónico no puede ser asociado a un lugar, circuito, escena o momento: su locación es la web y de muchos no se conoce identidad ni origen.
› Por Lola Sasturain
Vaporwave (etimología): de vaporware –término peyorativo que denomina al software o hardware anunciado por un desarrollador mucho antes de realizar el proyecto, y que después no llega a emerger– y el concepto marxista de ola (wave) o comportamiento cíclico de las sociedades.
Marxismo y software parecen buenos puntos de partida para hablar del ¿movimiento? ¿género musical? ¿estética? nacido, criado y reproducido en internet, más puntualmente en los foros Reddit y Tumblr. La palabra estética (aesthetic) es crucial, la más repetida por sus cultores dentro de estos mismos foros donde este engendro comenzó a asomar allá por 2010. Muchos datan como fundante a las Chuck Person’s Eccojams de ese año, del entonces anónimo Daniel Lopatin, que consistieron en un mar narcótico de música publicitaria pitcheada, ralentada, cortada y repetida hasta el hartazgo con apariciones espectrales como los tiburones de tapa de clásicos de Toto o Marvin Gaye, entre muchos otros. Y Floral Shoppe, de Macintosh Plus (luego descubierta como Vektroid, productora estadounidense cosecha ‘92) del año siguiente, algo más cancionera pero igualmente deforme, se consagró como la obra definitiva del género.
Explotó internet. Imposible saber si primero vino la obsesión tumblr por los videojuegos, la estética cyberpunk, la interfaz de los viejos sistemas operativos, los bustos romanos y las palmeras o la música, pero todo confluyó en una nueva cosa. Por primera vez, no tendría sentido denominar como escena a un conjunto de productores que hacen una música similar, utilizan recursos estéticos parecidos y comparten concepto, por el simple hecho de que no pueden ser asociados a un lugar, circuito o momento concreto: su locación es la web, de muchos productores no se conoce la identidad ni la procedencia, y muchos utilizan iconografías japonesas aunque nunca hayan pisado esos países, o llevan por nombre símbolos como triángulos o círculos. El vaporware es el primer género musical cien por ciento globalizado.
Así que como primera –e importantísima– cuestión, el vaporwave es gratis. Su consumo y, al menos en un principio, su producción. Y es sólo uno de los puntos del complejo entramado político que lo conforma, y que muchos consideran aún más importante que la música y las imágenes que genera. Utilizando como materia prima samples de soft jazz publicitario ochentoso, música de espera (o elevator music, la música ambient en su expresión más genérica y despersonalizada) y lo “peorcito” (o lo más trillado) de la cosecha Aspen Classics, la llamada vaporwave los corta, repite, superpone, samplea y baja la velocidad al punto de generar un efecto nube de varias capas, donde un saxo cursi coexiste con sonidos midi que parecen derretirse para generar una nube lo fi donde poco queda del sonido original.
Vaporwave parece ser la corriente estética más post que existe y responde a un anarquismo 3.0 que deconstruye el lenguaje de un modo que sólo puede ser concebido por una generación ya cien por ciento digitalizada: no solamente en su acercamiento hacker a la producción musical sino también por su cualidad de ser consumida también a través de imágenes –hay nombres de artistas que no pueden ser pronunciados, ¡pero sí expresados a través de shortcuts!- y su uso de la intertextualidad no como recurso sino como ley. Ya desde los nombres de sus máximos exponentes se entiende la onda: Chuck Person es un jugador de básquet, Macintosh Plus remite a una marca, Com Truise es un chiste que ni siquiera necesita explicación.
Toda esta construcción alrededor de elementos preexistentes y hasta el momento excluidos de la definición erudita de arte –desde la música, la tan mentada estética, los canales de difusión y los conceptos mismos de autor y obra– son un gesto político consciente. El vaporwave es una crítica al capitalismo, al consumo y a la industria de la música, constituyéndose como producto enteramente reciclado a partir de los más hediondos basureros de la cultura pop. Esta canción de protesta modelo ‘10 tiene poco de declarativo: más bien parece ser una forma en estado puro que precisamente se ríe de la falta de contenido y en ese mismo acto lo genera. La pretenciosidad misma de la palabra vaporwave también funciona como ironía, siendo un género que parte de lo anodino por definición, combinándose con esos raros géneros modernos (hace un lustro) como chillwave, 8-bit o witch house, que casualmente hacen del lo fi un paradigma y también tienen nombres pretensiosos.
La gran pregunta es si el vaporwave es escuchable o si simplemente es una caprichosa, nerd y demasiado críptica e irónica sacada de lengua al sistema. Y ése es un debate que se traslada al núcleo mismo (los foros) del movimiento: hacer música para disfrutar, que vaya evolucionando con los devenires de la época, o retorcerse cada vez más dentro de sí al punto de tal vez autodestruirse. La pregunta acaba por ser si tiene sentido discutir el “arte” de un género que consiste en la materialización del consumo irónico y es una crítica al buen gusto en sí.
Entre estas disputas online surgió Dream Catalogue: sitio londinense en Bandcamp (donde están casi todas las bandas del indie argentino) que revindica el vaporwave no solo como ejercicio de ironía. Con una curaduría centrada en un nuevo concepto de álbumes conceptuales que parecen sacados de alguna pesadilla inconfesable de Brian Eno, la mayoría son bandas de sonido de lugares que van más allá en el concepto de ambient: una persistente obsesión por las ciudades asiáticas (Hong Kong Express es una de las estrellas del catálogo, siendo un álbum de manufactura completamente original), aeropuertos (Enjoy Your Flight!, Flightwave Passion), bosques digitales (Digital Forest, hipnótico y con acercamientos al IDM más texturoso) y también cosas aún más cursiosas como Groceries – We’re Open!, que de a ratos suena casi a una radio mal sintonizada con temitas que podrían sonar en un supermercado coreano, o Welcome Home de Golden Living Room, que evoca climas domésticos a partir de colchones electrónicos deformes y sonidos cotidianos como el de una familia cenando.
Mucho en Dream Catalogue es original, y si bien hay casos como el de Floral Shoppe 2 de The Darkest Future, que generó debates acerca de cuán valioso es generar algo inescuchable a partir de una obra ajena (que a su vez ya había sido creada a partir de obras ajenas), la mayoría de los artistas del catálogo tienen una búsqueda orientada más a expandir las fronteras del género a nivel musical que a profundizar sobre la cuestión irónica y la humorada autoconsciente.
En el camino, nuevos subgéneros con nombres igualmente bizarros comenzaron a surgir: mall soft music, música ambient para shoppings llenos de neón que pueden quedar tanto en Miami como en Seúl; future funk, que mezcla idiosincrasia y recursos vaporwave con neo-disco bailable de escuela francesa y utiliza muchos samples de funk bailable japonés; black banshee, uno de los pilares del género, que fusiona la mugre vaporwave con trap y dubstep, corriente cada vez más en ascenso; y hasta algo llamado oceangrunge, que toma elementos del rock alternativo, obviamente maltratados hasta lograr el famoso “vapor”.
Musicalmente hablando (y generalizando un montón), los 2000 parecieron ser un intento desesperado por volver a las bases, con su revival garage y post punk dentro del ámbito del rock, mientras la década actual también mira al pasado pero no con intención revival, sino más bien como comentario: es meta. Sobre todo dentro de la música electrónica, que se mira a sí y a los dispositivos que la vienen haciendo posible hace décadas, evidenciándolos y poniéndolos al frente. Y el dispositivo por excelencia es –enhorabuena por el reconocimiento– internet: que permite que cualquiera pueda tener un software de edición y postproducción de audio (o imagen o video) y compartir cualquier creación con el mundo, y es culpable de que toda una generación se haya nutrido de una música rarísima y poco vendible que queda fuera de los circuitos de difusión tradicionales, pero que está solo a un clic de distancia.
Para hacer vaporwave en el sentido más ¿tradicional? de la palabra, ni siquiera es necesario tener una placa de audio: bastan una curiosidad sin límites, un sentido posmoderno del gusto y un software que permita cortar, loopear y estirar. Los temas a deformar pueden ser bajados directamente de Youtube –total el audio lo fi también es generacional y por lo tanto válido–. Y de hecho en Youtube, y sólo en concordancia con esta ética hacker, hay tutoriales de cómo hacer tu propia obra vaporwave. La obsesión por los no-lugares (aviones, shoppings, aeropuertos, supermercados) no termina en lo concreto, sino que todo el movimiento en sí es una oda al no-lugar por excelencia: el cyberespacio.
Por todas estas razones, se pasó de hablar de un género post-internet a utilizar directamente el término post-música. Punk desde su ideología, su materia prima ya no es lo disonante o lo agresivo sino más bien todo lo contrario: es lo suave, lo comercial, lo apto para todo público. El vaporwave –al igual que la tan criticada pero profundamente generacional y honesta Zoolander 2– evidencia conscientemente el horror detrás del mainstream, del star system y de lo corporativo, funcionando como espejo de este consumidor millenial, cínico y pasado de rosca, que se siente fascinado por este sistema que repudia pero que le da todo, y lo expresa cómodamente desde su cuarto a través de las redes sociales. La celebración de lo feo y lo prefabricado, partiendo de definiciones de lo bello que quedaron obsoletas. Algo que los padres nunca van a entender.
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