¿TE GUSTA LA AVENTURA PERO NO LAS NOCHES DE BAILANTA? ¡UNCHARTED 4!
A Thief’s End cierra una de las sagas más notables de la era actual de los videojuegos, industria que se aproxima a cumplir 50 años en plena solidificación cultural. Lo nuevo de Naughty Dog, máquina maravillosa de contar cuentitos sin descuidar la belleza y la imponencia, marca un nuevo estándar con –¡alerta spoiler!– los hermanos Drake a la caza del gran secreto pirata.
› Por Luis Paz
Para 1985, cuando el primer Super Mario Bros salió para la Nintendo de 8 bits, la industria de los videojuegos ya había tendido su arco histórico inaugural desde la aparición del primer fichín, Galaxy Game, en 1971, hasta la explosión de los salones de arcade vía Pong, un año después. También había vivido su primera gran crisis, fechada en torno de 1983, luego de la primera popularización de las consolas hogareñas y la casi inmediata saturación del mercado por cantidad de pedorreadas para Coleco, Intellivision, Atari, Magnavox y sucedáneas.
El videojuego del bigotudo fontanero revivió el ímpetu botonero no sólo por la notable campaña de marketing y la ferocidad comercial (con disciplina japonesa) de Nintendo, sino fundamentalmente porque consolidaba una propuesta distinta, que clavaba sus pezuñas en las raíces de la cultura occidental, ya por entonces eminentemente yanqui. Super Mario Bros era un juego de plataformas, sí, de saltar y pisar y cabecear, pero en definitiva era un título de aventuras con un guión, con una historia que se jugaba y que debía ser atravesada con una estrategia además de con una mecanización de comandos. Era, a su modo, la manera más moderna de contarle relatos a una generación que no había consumido lecturas pulp pero que pronto se toparía con la explosión de la cultura pop, el cine de género, el fetiche por el juguete y las simultáneas tecnofilia y tecnofobia.
Uncharted 4 no llegó para salvar ninguna industria. Hoy, el gamer es capo del universo digital, traspasa la pantalla, genera fanatismo, culto, giras, views y monetización. PS4, para la que el cierre de la saga de Nathan Drake salió en exclusiva, sobrevive como la consola predilecta. La industria del videojuego factura cifras récords, emparda al cine y a la música, y sus competiciones funcionan como ligas paralelas con alto presupuesto y rebote mediático de derby madrileño o manchesteriano. Y más aún, el videojuego se impone plan de fin de semana sobre el papi fútbol, el boliche, el festipunk y las rampas.
Sin embargo, su impecable factura entraña otro hito. Quizás se trate de la historia mejor contada jamás en un videojuego con ganas, necesidad y misión de ser romperankings y rompebilleteras. No es la mejor historia jamás contada en videojuegos, desde ya. Todo lo que pasa en este A Thief’s End es un poco predecible, aunque sea en sus trazos más gruesos. Sigue siendo un Tomb Raider con protagonista masculino, pero eso ya no jode desde que los Tomb Raider se volvieron algo así como unos Uncharted con protagonista femenina. Lo que sea, porque los dos son unos Indiana Jones con protagonista pixelado.
¿Nathan Drake? Es ése que salta de liana en liana, sopapea a bandidos rurales de todas las latitudes y saquea discerniendo el oropel de la reliquia, con tiempo para tirar una reflexión sobre la vida en una cinemática perdida por acullá. Es cierto, parece el Ken de Mattel con la ropa de Facundo Arana, botones del cuellito de la remera desprendidos y todo, aunque con reloj y pistola a tono. Hace casi diez años que Nathan “Nate” Drake, de quién hasta su misma identidad, historia familiar y apellido sufren latigazos en esta entrega, viene edificándose como un héroe moderno de armas tomar y peldaños escalar. Es el Mario de esta era, el paradigma del aventurero, aunque sea imposible reivindicarlo desde el imaginario pop, quizás por la exuberancia de los videojuegos que protagoniza.
Uncharted 4: A Thief’s End no es sólo el corolario de una de las sagas más interesantes del videojueguismo moderno, precedido de una trilogía fascinante para PS3, reunida ahora en el compilado Uncharted: The Nathan Drake Collection, disponible para PS4. Es, además, un nuevo estándar de calidad y de perfección en todos los aspectos de una realización a la altura de una industria a la que no le falta nada para consolidar 50 años de historia social, cultural y, más vale, comercial. Al igual que cada una de las entregas previas (Drake’s Fortune, Among Thieves y Drake’s Deception), Uncharted 4: A Thief’s End pone en rojo las revoluciones por minuto en la carrera por el videojuego moderno, y en ese movimiento impone preguntarse si no es, de algún modo, la gran novela de acción americana escrita para otro soporte. Algo parecido a Breaking Bad en su campo.
Es sencillo: todo aquel que tenga una PS4 y no lo haya cargado desaprovecha la posibilidad de revisar todo el potencial del fierro de Sony. Desarrollado por Naughty Dog, uno de los estudios que mejor cuenta cuentos en cualquier plataforma, como demostró holgadamente en The Last of Us, este juego imbrica además una serie de vicios, pros, taras, contras y desafíos de los videojuegos de octava generación. Son extensos e intensos, orillan la perfección cinematográfica, tienen un trabajo técnico apabullante, se basan en historias interesantes, divertidas, cuanto menos llevaderas y en el mejor de los casos inolvidables, pero les montan encima un fierrerío estremecedor. Tampoco son las películas de Transformers, donde no se entiende un carajo y todo es hierro retorcido, el frenesí por el frenesí mismo. No, acá hay pausa, timing, hay drama y tensión y comedia, eventuales llantos, muerte, frustración. Sólo falta que se tiren pedos.
¿Paralelos televisivos ad hoc? Uncharted 4 es, para un videojuego, el equivalente de esfuerzo de producción que Game of Thrones es para una serie de tevé. Cada ínfimo detalle de luces, de escenarios, esos maravillosos fondos para colgar mirando aferrados al último barandal que ha quedado sin derrumbar en el mundo, y la música, y el suave y ágil movimiento del Nathan adulto, que ahora tiene cuatro barbicanos años más que en Drake’s Deception y una mujer a la que rendirle cuentas (posta, y hasta el fin del juego), o todo lo temerario que aparece adormecido en el pequeño Nate, también jugable aquí.
Pasa en los primeros minutos del juego, así que no es spoiler: a Nathan le reaparece Sam, su hermano mayor, el que lo inició en todo el asunto de colgar y trepar y saltar hace muchos años, cuando juntos se dispusieron a recuperar los cuadernos de notas de su madre exploradora. Samuel Drake, que Nate creía muerto, abatido por una balacera en un escape rápido y furioso de antaño, vuelve ahora con el plan no del todo limpio de recuperar alguna cosa que acaba siendo otra cosa, que termina abriendo otra puerta que al final esconde el pasaje a otra ciudad que acaba dando la pista para hallar otra quimera que luego vuelva a movilizarlos a otro sitio para hacer otra cosa y así en una historia sin fin de idas, vueltas y revueltas para conseguir un tesoro pirata. Aunque no cualquiera: el de Henry Avery, mítico explorador libertario, “pirata” para la gilada, mandamás de una docena de aventureros de altamar y regente del mítico paraíso pirata de Libertalia, al que al final los más pacientes boy scouts del doble stick accederán, para deleite ocular.
Como la Calavera de Cristal, las Reliquias de la Muerte, el Anillo Unico o Eldorado, el tesoro, la ciudad y la verdad sobre Avery y su congregación de piratas acaudalados admiradores de San Dimas son la zanahoria de los Drake en un paseo inmoral que pasa por Madagascar, Escocia e Italia, que va desde las profundidades de un naufragio en un mar celeste y acoralado hasta la altitud divina y epifánica de los riscos mórbidos de una isla o a la torre implosiva de una villa colonial a la vera de un monte tropical. En lancha por un mar turbulento, en jeep por una jabonosa estepa o arrastrado por el enganche de una grúa monstruosa. Cagado a palos por la morena Nadine, atosigado por su ex secuaz Rafe o apuntalado por su mentor Sullivan. Infiltrado en una fiesta de etiqueta, lesionado en la caída desde un peñasco selvático o al resguardo de la mira telescópica desde la terraza del mundo, la aventura va, frenética, angustiante, apelmazante, y se lleva con ella al jugador (porque al final era un juego, claro), hasta romperle el absorto a patadas.
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