Jueves, 23 de junio de 2016 | Hoy
A TRES DéCADAS DE AQUEL ARGENTINA 3-ALEMANIA FEDERAL 2
Días después del final de la Copa América del Centenario y de que se incorpore (o no, imposible saberlo al cierre de esta edición) un nuevo ítem al palmarés blanquiceleste, se cumplirán 30 años de la final de México ‘86, un episodio que para ya dos generaciones (sub-35 y sub-20) tiene más de mito que de memoria. ¿Qué hubo después de la Copa alzada? Maradona y Messi, México ‘86 y Brasil ‘14, y un grito urgente de libertad: ¡gol!
Durante la llovizna helada y molesta que cayó ese 29 de junio de 1986, la pregunta ya empezaba a flotar: “¿Qué pasará después de todo esto?” Por entonces, el mismísimo Doctor Emmet Brown, acá personificado por el mejor científico loco de todos los tiempos, el Doctor Carlos Salvador Bilardo, había adaptado el DeLorean. Y el Diego, nuestro Marty McFly calórico y fulminante, se subió de jetón, posó su culo gordo y apretó todos los botones juntos. Ambos jugaron a ser Dios.
El fútbol, todo el fútbol, despierta química e ilusión: saca sudor y lágrimas. Algunos, los que no pudieron resolver Edipo, Electra o moderar la japa, lloran el tango de algún tiempo pasado. Otros prefieren respetar a los pósters y dejarlos colgados en la pared. Y resuelven su cosquilleo genital juntando las figuritas de un álbum –el de Panini, el difícil, el del torso del Dieguito en plano americano que no dejaba espacio para dudar ni un segundo que él iba a poder contra todos– que, bueno, no pudieron llenar. Así, Parque Rivadavia se convirtió en el Olimpo y la fichu de El Pibe de Oro en Santo Grial.
Sin solución de continuidad, el nervio invisible que une a esa convención cariñosa llamada “pueblo” encuentra en esas semanas, las del Mundial, su punto extático, la pasión, la gloria irracional de “ganar” o “perder”. Fue hace 30 años que los argentinos no resolvimos –ni en la cancha ni en los divanes, por traumas y fantasmas– lo que teníamos que resolver.
“No sé si una canción cambia la historia, pero puede que cambie tu historia”, dijo alguna vez el Indio Solari. Ya con el álbum lleno, hubo alguna que otra Copa América en el palmarés, pero la bocha va siempre al 10: y acá, la que la mueve, es la del Mundo. Por razones de público conocimiento, lo sabe hasta el más tonto, el Mundial ‘86 cambió la historia, toda nuestra historia: Maradona hizo el mejor gol de todos los mundiales, también mitigó el dolor de una herida con su Santa Manodona y llevó como bandera a la victoria a una Selección que venía rota después de esa plancha obscena en España ‘82 y de la lágrima todavía joven de la Guerra de Malvinas.
¿Después? Algo de ruido, un poco de nueces y otro poquito de luz. Hubo fastidio, tapas negras y hasta trolleos en Facebook. Pero creer que aquella oportunidad –gracias Burru por esa corrida memorable, gracias Negro Enrique por ese pase subvalorado, gracias Zelada por ser el topo de Bilardo y gracias Bilardo, obvio, por esa loca, loca enfermedad de winner compulsivo– será nuestra tumba es un absurdo previsible: 30 años después, ni la química ni la ilusión se han disuelto. El DeLorean todavía funca, Bilardo siempre flota por ahí y los “gallina” le caen a nuestro McFly circa 2016 que, aún con el peso de volver a interpretar un papel oscarizable, le manda cumbia, pichicata y gambeta a la cuestión. Messi se banca los palos y la que venga.
En estos últimos años, la Selección se movió incómoda entre el todo y la nada. La final perdida en Brasil 2014 no reniega de la pureza criolla: es verdad, es cierto, tenés razón, nacimos para sufrir. Y si hay un pueblo que no necesitaba esa copa es el germano: andan derechos, del PBI hasta el chucrut. Y, ufff, terminamos comiéndonos su chamuyo por tercera vez seguida. Por caso, revolviendo el guiso de las ficciones distópicas, en El muchacho peronista, el escritor Marcelo Figueras plantea un mundo alternativo sin peronismo y con un Papa argentino. En El hombre en el castillo, el marciano Philip K. Dick pone al planeta bajo dominio nazi. En Días del futuro pasado, los X-Men tensan su existencia entre realidades paralelas. ¿Y Messi ganando la copa? ¿Qué onda? Esa era la única ucronía que mereció su cuota de verdad, el mejor what if...? de la historia que, todavía, puede resolverse.
Y atrás quedaron los Tecmo Cup y los Goal (¿Que qué? ¿Cómo que hubo fichines de fútbol antes de los Pro Evolution Soccer?) y, más acá, los International Super Star Soccer Deluxe. Pero no quedó la Play: ¿quién no resolvió la espina clavada en el cuello de Rodrigo Palacio o Gonzalo Higuaín autoflagelándose en un PES o FIFA de 10 minutitos a todo o nada contra la máquina? Pero no, eso no basta. Pasaron 30 años desde aquella última vez: 4, 8, 12, 16... 30, la vida entre mundiales. Duele pero, en el fondo, bien en el fondo, la verdad da certidumbre: a veces toca perder. La duda y el veneno, grandes combustibles para el avance de las cosas, siempre empujan hacia adelante. Consejo que viene a cuento: leer Mi Mundial, mi verdad, de Diego Maradona y Daniel Arcucci. Y si hasta la Matrix friqueó cuando Diego y Lío compartieron plantel. Por lo demás, si el capricho zigzagueante juega a lo que tiene que jugar, queda resto todavía para algún “¿Qué hubiera pasado si...?” más.
Sobran los argumentos para creer en Lionel Messi como el próximo Diego Armando Maradona. Sin embargo, la generación post ‘86 advierte claramente que no hay motivo razón ni circunstancia para la comparación. ¿Por qué? Cortísima: sabe que el fútbol es la única religión politeísta. No hay reparos en creer en dos dioses. El Diego no dejó de atender el puestito de Dios, y Messi labura 24x7 para regalar milagros.
¡Gol! Como sea, gol. Argentina, gol. Maradona, gol. Barrilete Cósmico, gooooool. Protagonismo, personalidad y gol: con esos elementos, el alquimista de Villa Fiorito transformó y radicalizó el valor de las camisetas de fútbol (que no son sólo hilo, algodón y nylon sino, por lo menos desde Diego, emblema y escudo, síntesis de ADN y reserva de valores, virtudes y mugre) pero más, por supuesto, de la celeste y blanca.
La discusión del seleccionado argentino entre los grandes del mundo se remonta a la belicosa, gris y milica copa del ‘78, se agigantó desde que golpeó la mesa en el ‘86 y hace tres décadas viene macerando una idea: no hay PlayStation que nos venga bien. Por ahí, México ‘86 se yergue como la opción de una mano de cartas ciega que revolean los más grandes para decir que antes todo era mejor y que el fútbol, hoy, m’hijo, es puro cuento. En Twitter, hogar del ánimo histérico y de cierto pulso de la temperatura social 2.0, los 30 años de aquel mundial pasan prácticamente desapercibidos a no ser por unos posteos de informes del exquisito suplemento deportivo Cancha Llena, la oportunidad de los publicistas para hacer unos mangos extra, el homenaje nostalgioso y virgo de algunos trasnochados o el cinismo retro de algún conservador que dice no, yo de acá no me muevo.
Por más ruido que haya, a los niños les gusta llamar la atención. “Messi no tiene personalidad”, escupe el Diego, redondo como balón, en conversación con Pelé, que debutó con un pibe. Juntos ellos dos, justo ellos dos. Parece mentira: se reúnen dos caciques de la pelota y hablan de él, del que no tiene personalidad pero ahí está, dándoles tela para cortar. Juntos ellos dos, justo ellos dos. Y bueno, viejo: calenchu y quenchi los panchos.
Mientras tanto, el póster de “campeón” se despega de la pared de la casa de mamá y le da paso a una nueva generación de oro que todavía no ganó nada pero que prefiere pelar pingos en la cancha. Porque sí, Messi será un “pibe Play” pero emociona como cada vez que Valeria Lynch gritó desde las tripas su “Aleluya por el modo que tienes de amar”. Porque sí, querrán doblarle el cuello de cisne al líder de una generación pero ahí anda: su personalidad está en el césped. El de la Play y el otro. ¡Gol! Como sea, gol. Argentina, gol. Messi, gol. El Mejor de Todos, gooooool.
Por eso, como en casi todos los acontecimientos importantes, como cuando el fiscal Julio César Strassera, algunos meses después de la reñida disputa ante la República Federal de Alemania, miró al estrado y dijo: “Señores jueces, nunca más”, la República Argentina se volvió a preguntar: ¿Qué pasará después de todo esto? ¿Qué será de todo esto en tiempos del “nunca más” Nunca Más? La Democracia fresca empezaba a retomar sus cimientos a fuerza de súbitos finales; y, bajo la energía irracional e intransferible de una Copa del Mundo debajo del brazo, conseguía una merecida bocanada de aire fresco. Por supuesto, dadas las circunstancias, esto lo sabemos mejor que nadie, si hay un pueblo que necesitaba esa copa, la última copa, es el argentino: veníamos torcidos pero esto nos enderezó. O, al menos, nos dio changüí para ver que todavía quedaban algunos continue para salvar a la princesa. Y por una vez, la princesa no estaba en otro castillo: el Diego la besó, la tomó y miró al cielo. La misión estaba cumplida.
A la sazón, incluso con el diario del lunes, vuelven las preguntas. ¿Por qué fue tan importante Maradona y su gesta en esta coyuntura de revuelos? ¿Por qué fue trascendental para el destino de casi todo lo que vendrá y nos toque en gracia lo que hizo un tipo retacón, picante y sindicalista dentro de una cancha de fútbol? Porque hizo feliz a una patria desorientada. Que no hay plata, que sube el azúcar, que la inflación, que los militares, que estamos para atrás, que no vamos a poder. ¿Por qué? Porque, como dice El Salmón, nos enseñó que nunca tuvimos nada pero un domingo pudimos ganar.
A todo esto, queda Messi, mito y realidad que –qui és bon superior? Qui ha estat bon inferior– invita a colgar un nuevo póster: uno con su cara de niño-grande, de bobera que aprendió y ahora anda pillo, al ladito de la del Diego. La historia política es conocida y la demás, también. Por tradición y convicción, a 30 años de la gloria, el pecho ancho de los criollos respira, exhala y espera. Así las cosas, el DeLorean mutante que construyó Bilardo estuvo averiado, pasó por boxes, pero Messi ya lo arregló. Run, rrrun, rrrrrrun: sí, sí, funca. Sólo resta salir campeón.
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