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Jueves, 2 de octubre de 2003

LA CARCEL, VISTA DESDE DOS PERSPECTIVAS DIFERENTES

Tan cerca, tan lejos

Una crónica sobre varias “visitas guiadas” a las cárceles de Buenos Aires y GBA se cruza con la historia del pibe que escribió un libro sobre su experiencia en Devoto. De la puesta en escena para los eventuales visitantes al realismo sucio de los pabellones superpoblados, todo puede servir para retratar un infierno que no es para nada encantador.

POR FABIO SUAREZ


¿Qué sociedad permitiría que alojaran a algunos de sus miembros -aquellos que cayeron en el delito– en inmundas celdas, adonde la vida se rebaja a sus peores condiciones, si verdaderamente deseara la rehabilitación y la reinserción de ellos? La cárcel, finalmente, sólo cumple la función de mantener a los presos apartados del resto de la sociedad. Un concepto que por un lado intenta proteger a potenciales futuras víctimas y por el otro aplaca la sed de venganza de los damnificados. Se los encierra y punto. Esta decisión obviamente reduce el método al castigo. El sistema que hoy predomina en todo el mundo occidental es descendiente directo de la reforma que en 1774 propuso el británico John Howard, exigiendo mejores condiciones sanitarias y proponiendo una rehabilitación a base de trabajo y enseñanzas religiosas. Antes, todo era inconcebiblemente peor. Si hace doscientos años ésa era la utopía carcelaria, ¿cuál debería ser hoy en día?
Fui un visitante ocasional de ocho presidios, parte de un “tour” penitenciario pensado para que los jefes pudieran lucir sus galas. Recorrí edificios y pasillos con funcionarios y otros visitantes. Sólo de vez en cuando se pudo ver algún que otro preso. Pero vimos: el auditorio, el gimnasio, la cocina, los monitores, la universidad, las bibliotecas, las huertas, el chiquero, el tambo, la sala de cerámica, el armado de carpetas de cartón, los muñecos de felpa... La cárcel se encierra en sí misma, y mientras la recorremos el tiempo se suspende y todo parece detenerse esperando a que nos vayamos. Los intrusos no le caemos bien a nadie, ni a presos, ni a guardias, que apenas pueden disimular su fastidio por nuestra presencia. Todos parecen estar ocultando algo, como si estuvieran actuando. Hasta los familiares que esperan para entrar nos miran de reojo, nadie nos quiere allí. Nadie quiere ser visto en ese lugar.

Devoto. Alta tensión
Aquí todos saben que cualquier día es víspera de un motín. La presión que se vive es tan grande que diariamente hay que sacar “por donde sea” esa enorme fuerza acumulada. Ninguna persona del Servicio Penitenciario quiere estar ahí y esperan con ansiedad ser desafectado. La tensión es altísima, tanto por la notable superpoblación –duermen 200 internos en pabellones para 80– como por lo inadecuado del predio, inicialmente construido para un hospital. Pude ver, en la oficina del director, como casualmente expuesta, un arma-objeto que habían obtenido los guardias en una requisa reciente. Era ¡una ballesta! enteramente hecha por los ingeniosos presos de los pabellones. El cuerpo era de madera, el arco estaba hecho con material plástico sacado de una silla y la flecha, también de madera, tenía una agresiva punta muy bien lograda.
Mientras recorríamos los interminables pasillos nos aconsejaron una y otra vez permanecer juntos. Si alguien se pierde –nos dijeron–, puede que un guardia lo confunda con un preso, con las consecuencias que eso traería. No es un chiste, no conocen bien a todos los presos, más de dos mil, y los documentos quedaron junto con llaves en la entrada del penal, donde nos aclararon que las llaves son oro puro en manos de los presos.

Marcos Paz. El bosque
Antes de llegar, se recorre una ruta aledaña y se pasa por un bosquecito con árboles que tienen las ramas repletas de basura y bolsitas blancas colgadas aquí y allá como si alguien se hubiera tomado el trabajo de decorarlos así. Luego se ve una quema con montañas de basura acumulada, gente recorriéndola y un angosto río que cuando baja la corriente, deja todo ese bosque de árboles de Navidad del terror. Este complejo fue construido hace pocos años, y se ve bastante nuevo y más limpio y cuidado que los anteriores. La gran diferencia aquí es que las celdas sonindividuales. Al parecer, esto les permite a los presos tener un lujo: dormir. Aquí, al menos, saben con certeza que a la hora en que se apaguen las luces y hasta el otro día, estarán solos.
Tienen abiertas las puertas de las celdas. A la hora en que llegamos, cerca del mediodía, algunos echaban agua lavando el piso y otros preparaban las mesas para la comida. Todo esto lo vimos desde una torre de control desde la que se visualizan dos sectores diferentes y separados entre sí. La torre está en el medio y está diseñada para que no puedan ver desde las celdas lo que pasa allí, donde numerosas cámaras monitorean y graban todo lo que pasa.

Modelo Pedagógico
Visitamos otra cárcel, que no queda muy lejos de la anterior, sin salir de Marcos Paz. Es para jóvenes adultos, es decir, presos que tienen edades que van de los 18 a los 21 años. Si se portan bien, se pueden quedar hasta los 25. Entramos a un pasillo, muy desagradable y húmedo. A lo largo se descuelgan seis celdas de cada lado, individuales, pequeñas, oscuras y todas vacías. Los presos esperan parados en línea contra la pared en un sector anterior a las celdas. Los vemos al entrar, están con las manos en la espalda, custodiados, esperando que los visitantes se retiren. El guardia abre una celda y pregunta si alguien quiere entrar; digo que yo quiero, me adelanto y entro. Estoy solo en una celda, es pequeña y angosta, camino hacia la cama y me siento en ella, el colchón es duro y delgado. A un lado de ella hay un inodoro con lavabo y espejo, todo color metal oscuro. El espejo parece polarizado, me dicen que es antivandálico. Las pertenencias del que vive allí son escasas: algunas zapatillas, unas fotos familiares pegadas en la pared y una escultura de forma extraña hecha con fósforos ya usados. Cuando nos vamos saludo con la cabeza a los chicos presos que están a un costado del pasillo, nadie me contesta, algunos se ríen.
Entramos luego a un pabellón distinto, el de la “Metodología Pedagógica Socializadora”. Allí están algunos internos modelo que pueden quedarse si respetan tres principios básicos: no drogarse, no beber y no tener sexo entre ellos. A cambio de eso y de algunas reglas de orden, limpieza y disciplina, permanecen en un espacio mejor, más limpio, con más luz, donde se saludan con los guardias y conviven en mejores condiciones. Entramos. En la punta más cercana a la puerta nos pusimos los visitantes en fila abierta de un lado, y del otro los internos –una veintena– dispuestos en la misma forma, como dos selecciones de fútbol que se saludan antes del partido. Entonces nos dimos la mano, sin guardias de por medio. Todos eran chicos muy jóvenes. Mientras estrechaba una a una todas esas manos, sentí una mezcla de euforia y tristeza inmensa. Alguno de los guardias dijo algo sobre hablar y uno de los chicos presos levantó la mano, y habló. Lo hizo bastante bien, mencionó la metodología varias veces (se notaba que ese texto lo había aprendido de memoria, no tenía ninguna naturalidad). Después habló otro, después habló otro, y otro. Todos elogiaron lo mismo: la “Metodología Pedagógica Socializadora”.


 

POR PABLO PLOTKIN


Ahora duerme en un barco amarrado al puerto de Marina del Rey, en California, “más cerca del horizonte que de la ciudad”. Su novia pinta cuadros y él trabaja de lo que salga. Hasta hace un tiempo, luego del bautismo a fuego en la cocina de un McDonald’s, limpió alfombras en las mansiones de Beverly Hills y Malibu. “Las últimas semanas estuve un poco parado, después de casi tres años de laburo intenso. Me estaba chingando demasiado”, dice Gustavo Arima, alias el Ponja, en una mezcla de porteño y chicano. Marina del Rey es un recodo del Pacífico particularmente próspero: pegado a Venice Beach y a pocos kilómetros de Hollywood, el puerto alberga unos seis mil barcos de diversa especie. “El primero que compré terminó hundido. Era muy viejo, de madera, y se me inundaba. Cada vez que me iba a dormir, me ponía el snorkel. No lo podía vender, no lo aceptaban en ninguna marina.” Luego del naufragio de su primera vivienda, consiguió una bastante más sólida y habitable. El equipamiento y la carga le impiden soltar amarras; la última vez que amagó rumbear mar adentro, el motor empezó a echar humo. Pero se conforma con estar a flote.
El Ponja supo tener un horizonte más acotado. El 23 de agosto de 1993, mientras visitaba a una amiga reciente, fue víctima de una redada que lo llevó a pasar más de dos años en la cárcel de Devoto. La “Operación Buda” (tal el nombre que le dio la prensa) fue un operativo pirotécnico y mediatizado en el que la policía secuestró varias planchas de pepas estampadas con la figura del Buda. Hijo de un ejecutivo editorial adicto al juego, Gustavo fue rehén de la maniobra. Los traficantes y la Bonaerense, aparentemente, supusieron que la familia del Ponja estaría en condiciones de pagar la fianza. Mientras él esperaba encerrado la resolución de un proceso tortuoso que terminaría absolviéndolo de toda culpa (encabezado por un juez nacional que fue emblema de la corrupción menemista), su padre licuaba sus ahorros y matrimonio en un torbellino de apuestas desesperadas. Así, mal asistido por un abogado cercano al poder del norte del Conurbano, el Ponja asimiló el peso de la “cama” y entendió que su futuro próximo, al menos, cambiaría de un modo radical. “En el momento en que caí preso, estaba a dos semanas de tocar en Obras, con mi banda Lobotomy, como soporte de Sepultura. Escuché ese recital por radio, desde Devoto, y le dije a un preso que estaba al lado mío: ‘Ahí tendría que estar yo’. ‘Sí, claro, yo también’, me dijo el chabón.”
Esa escena quedó afuera de Desde la nave, el libro que escribió Gustavo en Marina del Rey y que cuenta su experiencia penitenciaria. “Nunca pensé en hacer un libro, fue algo mágico. Tenía un mar de cosas para contar y no me había dado cuenta. Traía una especie de piñata y acá es como que se me amontonaron todos los papelitos y juguetitos, y pude contar la historia. Pero tuve que alejarme de esa vorágine de Buenos Aires, eso de matarte laburando para juntar un billete que te dé para el superpancho.” Siempre más cerca de la batería que de la literatura, Gustavo quería encontrar la manera más “humilde y natural de reflejar lo que se vive cuando se está privado de la libertad”. “Escribí unas siete horas sin parar y al otro día, cuando me levanté, lo volví a leer. Me pareció que estaba bueno y decidí mandárselo por mail a Alina (Montanaro), una amiga de Paula, mi novia, que había escrito un libro y me podía dar una opinión más objetiva. Al otro día me respondió: ‘Gus, está bárbaro, me encantó... ¡No pares!’. A medida que escribía, le mandaba los textos y ella se ocupaba de seleccionar las mejores partes. Lo dividió en capítulos y logró darle algo especial.”
Desde la nave es el relato de una transformación. A partir de un sistema metafórico de mecánica espacial, Gustavo cuenta sus días en el penal sin un solo gesto de truculencia deliberada ni de mitificación del contexto. Como obra de iniciación, está más cerca de Robinson Crusoe que de Tumberos. El Ponja pertenecía a una clase social (la burguesía de Martínez) completamente extraña a los códigos de los pabellones carcelarios. En lugar de entregarse a la fascinación o al espanto, el protagonista observa y aprende, intenta “apartar las cosas positivas de las negativas”. Las diversas escalas de ese aprendizaje –preparar un vino “pajarito”, pelear con mayor frialdad, ser respetado, saber comportarse en un motín– componen el viaje interior del Ponja, que escribe en un lenguaje directo y no abusa de la terminología tumbera para “encrudecer” el relato. “Lo veía como un pez al que se le vaciaba la pecera y nadie era capaz de remediarlo”, escribe sobre un compañero abandonado en la enfermería. Prefirió no incluir su nombre en la tapa (“entiendo que mi nombre es lo que menos importa”), usó seudónimos para hablar de algunos convictos célebres y distorsionó la descripción de cierta fuga reputada, para evitar toda infidencia. El lector memorioso sabrá trazar simetrías.
Cuando se comprobó que no tenía nada que ver con el narcotráfico y quedó en libertad, el Ponja descubrió que su familia estaba un tanto desarmada y que le llevaría un tiempo adaptarse al mundo abierto. El relato de aprendizaje de esa etapa es igualmente sensible, la búsqueda del protagonista a través de la ciudad hasta llegar al borde (el río) y encontrar ahí una forma de redención. Ese camino ascendente (hacia el norte y hacia el agua) llegará mucho más lejos que lo que sugiere el punto final del libro, emplazado en el puerto del Tigre. Gustavo escribió esas páginas en Los Angeles, adonde fue a buscar “algo más interesante que la plata para pagar un alquiler”. “Allá me costaba arrancar”, reconoce el Ponja, refiriéndose a Buenos Aires. “No estaba mal: me había puesto un pequeño estudio de diseño con un amigo y teníamos algo de laburo, pero en un momento me empezaron a llenar de cheques sin fondo.”
Los primeros tiempos en California no fueron fáciles. “No sabía inglés, no sabía ni cómo tomarme el taxi para salir del aeropuerto. Cuando llegué y me encontré en esa situación, pensé: ‘Esto es cualquiera’.” Después de McDonald’s y de lavar platos en un restaurante, llegó el trabajo de las alfombras para una compañía de la avenida Madison, limpiando “carpetas” de celebridades como Brad Garrett junto a un par de “mexicas” que se comportaban como “mulas” (chupamedias). “Acá la vida es pura paz, nada que ver con cómo estaba allá, re-perseguido. Acá la guita la zafás seguro, eso nunca falta, así que tenés que preocuparte por crecer, sacrificarte un tiempo pensando en que después vas a poder hacer algo bueno. Yo laburaba para bancarme los ensayos, la renta del sleep del barco y también llegué a juntarme plata para bancar la edición independiente del libro.”
Desde hace un tiempo toca la batería en una banda punk, los Happy Face Killers. Como el manager tiene buenos contactos, les consigue fechas en el Roxy, House of Blues, Vipper Room, 14 Below, los mejores antros de Hollywood. El Ponja y Paula piensan en volver a Buenos Aires, tal vez el año que viene. “Extraño a mi vieja, a mi abuela... Y mi novia también está extrañando bastante. Pero primero queremos juntar plata para comprar un techo.” Empezó a limpiar vidrios junto a otro náufrago, un inglés, y mientras tanto juega con los óleos de Paula y escribe sobre sus días en California, sus peripecias en el puerto de Marina del Rey, donde “no se vive la paranoia por los atentados”. “Capaz porque fueron del otro lado, en Nueva York. No sé, acá es otra onda... No me muevo mucho por el circuito céntrico. Me relaciono más con patos y gaviotas que con gente. Así llegué a un nivel de vida muy energético. Por ahí por eso el libro me salió tan espontáneo.”


Desde la Nave se consigue escribiendo a [email protected]

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