Jueves, 20 de octubre de 2016 | Hoy
AGUAS(RE)FUERTES
La reacción por el femicidio de Lucía, simultáneo al Encuentro de Mujeres, reafirmó un salto de conciencia en el que el hombre busca su lugar.
Por Brian Majlin
Es algo tan sutil e imperceptible que nadie lo ve. Sin embargo, es omnipresente. En época de tarjetas con información vital o chips intracorporales para entrar a la cancha, la imagen no podría ser más atinada: la mujer tiene, desde que nace, un agregado a su genética, un chip que es rellenado en la pedagogía del miedo. Nace libre pero aprende, desde el primer esbozo de sociabilidad, que su integridad –sexual, genital– es un bien preciado, en riesgo, capaz de costarle la vida. Y así vive, por siempre, en la noción de que está en peligro, al borde, y que solo habrá de estar bien si (y a veces no alcanza) se viste prolijo, se sienta prolijo y anda prolijo por la vida. Es educada en el miedo y ésa es la contracara indivisible del machismo y la organización social actual: el capitalismo patriarcal.
Es época de igualdad, gritan algunos, porque la mujer puede votar y trabajar –aunque cobre menos por igual tarea–, y otros responden que no alcanza con una publicidad de jabón en polvo que use un modelo hombre. Menos si es una sola. Las mujeres viven y mueren inmersas en la pedagogía del miedo. El hombre no. Y ése es el punto central.
Ayer, a instancias de las organizaciones de mujeres, ocurrió un paro nacional de mujeres que instaló un grito vital, un “Hasta acá aguantamos, queremos vivir”. Y lo hizo atacando el aparato productivo, el centro del sistema, con un pedido básico: no nos maten, no nos violen. El femicidio de Lucía Pérez en Mar del Plata, al mismo tiempo en que 70 mil mujeres recorrían Rosario en el XXXI Encuentro Nacional de Mujeres, trajo a la ágora moderna –las redes sociales, estalladas porque es su esencia, pero desbordadas hasta la calle– dos puntos: las mujeres siguen siendo asesinadas, y la discusión se centró en correr el eje, en hacer foco en las pintadas y en la caricatura de feminazi, esa mujer que odia a todo hombre y desea su extinción. El asesinato de Lucía puso las cosas en su lugar: no te quedes en la pintada si hay un muro de violencia detrás, reaccionaron las mujeres.
¿Y el hombre? La sensación de riesgo femenino es intransferible. Pero hay algo de eso de educar en el miedo, y de convivir siendo foco del miedo, que nos pega: todos hemos sido el terror de alguien que, sin razón aparente más que ser una mujer sola en una calle oscura, nos mira con ojos aterrados. Eso es cotidiano. El hombre está entre dos posiciones engañosas: acompañar a la mujer o enojarse porque “engloban a todos en la misma bolsa”. Se trata, quizás, de bregar por una tercera: luchar por y con la mujer, no solo ser solidario; y hacerse fuerte en la empatía para entender, y no juzgar, su reacción ante el temor al que son sometidas. No se trata, entonces, de acompañar, sino de romper el machismo que nos atraviesa a todos, en mayor o menor medida, y es la contracara de la pedagogía del miedo: no existe uno sin el otro. No habrá emancipación de una sin liberación de la otra.
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