Jue 14.02.2002
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CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

› Por Marta Dillon

No soy ninguna maravilla, eso ya lo sabemos todos. Quiero decir, ya sabemos todos que no es fácil estar con alguien condenado de por vida a coger con forros, a vivir pendiente de unas cuantas pastillas, a dudar de su crueldad por el simple deseo de tener hijos. Ya ni siquiera soy tan joven aunque sigo ocupando el espacio de este suplemento, ni tan bella como me creí alguna vez. Tengo dos marcas en la boca que hablan de buenos besos, de muchos cigarrillos, de demasiados mohínes. Una redondez en el vientre que podría delatar mis treinta y cinco –para qué si me delato sola– pero que también podría atribuir a ese puñado de pastillas, más teniendo en cuenta que contra viento y marea sostengo la rutina del gimnasio, porque las pastillas no sólo traen grasas acumuladas poco estéticamente sino también colesterol y triglicéridos y otras tantas contaminaciones en la sangre que combato con el siempre fiel ejercicio. No, no soy ninguna maravilla. Soy irascible algunas mañanas. Me gusta pasar dos horas del domingo leyendo los diarios sin que nadie me moleste. Leer en general es lo que más me gusta en el tiempo libre, siempre que esto se dé en un espacio abierto, con una buena cantidad de sol y repelente de insectos a mi alrededor. Tengo también algunas manías, como buscar la luna llena en su exacto día para verla salir apenas diez minutos después de que se puso el sol. Persigo, en general, todo tipo de atardeceres. Me gusta emborracharme, salir con mis amigos, cortar el día de trabajo cuando me da la gana. Sentarme en las esquinas o en la Costanera Sur y tomar cerveza a solo un peso la botella. Me gusta llorar con las películas de amor, dar monedas a los pibes que me las piden –aun cuando quien va conmigo dice que no las tiene–, insultar a los idiotas que te apuran por la calle, conquistar gente con la que nunca me iría a la cama y cazar semiadolescentes en las noches de malaria –nunca menores de 21, eso sí. Ya lo dijimos, lo sabemos todos, no soy ninguna maravilla. Pero no es razón suficiente para soportar cualquier cosa. Y lo malo es que a veces creo que es así. Que mi “defectito” es omnipresente –cualquiera que pueda estar conmigo a pesar de que tengo vih vale la pena–, que sólo por eso tengo que aceptar todo tipo de pelotudeces, de dudas interminables, de miradas de conmiseración o de declaraciones vanas que no llevan a ningún lado. Cada persona de la que me enamoro es la última en el mundo. Y lo peor es que me enamoro seguido. Pero siempre con esa estúpida culpa, como si me tocara la lotería. Como si no fuera parte de la vida encontrarse y tocar el cielo de vez en cuando. Como si estuviera destinada a soportar todo tipo de freaks sólo porque tengo sida. Como si mi lugar en el mundo fuera mirarlo como una vaca que ve pasar un tren, tal vez un día estés subida en él, pero para ir derecho al matadero. Entiendo las dificultades, los temores que hay que atravesar antes de atreverse, entiendo los fantasmas, las paranoias, lo escabroso que puede ser imaginar el futuro conmigo. Pero no es razón suficiente para hacerme cargo de que puedo soportar cualquier cosa. No soy ninguna maravilla, ya lo dije, pero tengo grandes aspiraciones.

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