Jue 28.02.2002
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CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

› Por Marta Dillon

Digamos que soy de las que intentan tomarse las cosas con calma. No voy a hacer un escándalo por un día sin pastillas, tampoco puedo decir que aun teniéndolas en mi poder nunca me haya salteado una toma. Qué sé yo, un día que te acostás a la madrugada y el amanecer te sorprende a las seis de la tarde es un día en que, obviamente, pierdo la toma de la mañana. Puede haber razones menos excitantes que una noche en vela. Puedo quedarme dormida de puro cansancio y olvidar las de la noche. Puedo simplemente olvidarme de tomar el bendito cóctel sin ninguna excusa a mano. Pero una cosa es que me olvide yo y otra muy distinta es que te obliguen a interrumpir el tratamiento y que encima te traten de estúpida. Dos días antes de que se me acaben los tres frascos de medicación antirretroviral que me acompañan a lo largo de cada momento de mi vida, un amigo en moto fue a buscar la receta al hospital. Trámite que se exige cada mes a pesar de que hace años que tomo lo mismo (y dicho entre estos paréntesis, no cambio de medicación porque hace dos meses espero que la obra social me autorice un análisis que ahora parece perdido). Con las recetas en la mano mi amigo el motoquero se dirigió a la obra social a pedir que las autoricen. Siguiendo el trámite de rutina, se dirigió más tarde al banco de drogas –ABC, según quien atiende el teléfono– y ¡oh, casualidad! le dicen que la obra social no había enviado el fax. Llamo a la obra social, ya al día siguiente por una cuestión de horario y me dicen que ¡habían olvidado enviarlo! Pero bueno, lo harían enseguida. 24 horas más tarde, mi amigo vuelve al banco de drogas y del fax, ni noticias. Además, dijo el chico de ABC, una vez que llegara el fax debían auditarlo y no podía confirmarme la demora. Vuelvo a llamar a la obra social con el consabido engorro de las líneas ocupadas y me dicen: “¡Ya lo mando!” Vale decir que aún no lo habían hecho. Las reservas de medicamentos ya se habían agotado en casa y hasta la solidaria acción del hospital que presta medicamentos se había agotado. Con los recortes presupuestarios conocidos y la desidia habitual de los funcionarios, esto no es ninguna sorpresa. Cuestión que los días corrían y el fax brillaba por su ausencia. En la obra social decían que lo habían mandado, en el banco de drogas que no lo encontraban, en la obra social que era un problema interno de ellos. En el banco de drogas que tenían buena voluntad, pero que había que cumplir con los pasos burocráticos del caso y que el fax había llegado pero faltaba la receta. Al cuarto día sin pastillas, me resfrié, mal. Obviamente puedo tomarme las cosas con calma pero eso no me evita la psicosis de pensar en todas las catástrofes que pueden suceder después de todas esas tomas omitidas. Al quinto día mi tono en el teléfono empezó a tornarse violento y mi amigo amenazó con un cacerolazo en la sede del banco de drogas. Llegábamos al viernes, el sábado y el domingo amenazaban con las dependencias cerradas y yo sin pastillas. Intentando hacer un chiste negro les dije a mis compañeritas de escritorio, “si me muero, échenle la culpa a los burócratas”. Pero no causó mucha gracia. Cuando estaba a punto de convertirme en calabaza, a última hora del viernes, las pastillas aparecieron. Mi ánimo asesino, no.

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